Salía de esos meses en que te dedicás a criar bebés –en mi
caso eran dos - y recibí un llamado al celular. Me convocaban para una
investigación bizarra. Dije que sí. Creo que también hubiera aceptado hacer un
relevamiento de todas las frutas y verduras que se compran en Buenos Aires.
Pero tocó casas embrujadas y en horas cambié mis charlas telefónicas con
abuelas y amigas por la búsqueda de brujos, mentalistas, parapsicólogos y
afines que me conectaran con la otra dimensión. Gente muy rara. Toda muy rara.
Algunos hasta el miedo.
Tenía que encontrar dos buenas historias.
El primer acercamiento fue a través de una bruja que en su
niñez recibió el toque de un espectro amable. Un desván, dos hermanas, una tía
vieja que ya no estaba y esa presencia que ella no se explicaba. El fantasma estaba
buscando algo que yo en ese momento supe pero que hoy no recuerdo. Finalmente dejó
dos flores blancas sobre una cama para despedirse y se alejó.
No servía.
Se necesitaban hechos suculentos. Es que las casas eran para
la tele y en la industria televisiva los espíritus tienen que hablar, morder,
mover objetos. Asustar.
Entonces me inventé un cuestionario que ayudaba a tamizar relatos.
¿Te hablaba? ¿Te tocaba? ¿Lo viste? ¿Sólo una sombra? ¿Pero
se volvió corpóreo en algún momento? ¿Te agredió?
Hacía las preguntas mientras tomaba mate, o hamacaba a un
bebé o simplemente caminaba por la casa. Mi marido llegaba cada tarde y
escuchaba a su mujer que se interesaba por voces y espectros. Mi hija, la
grande, estaba fascinada. Todas las noches me pedía que le contara algún caso y
cuando le preguntaban, decía que su madre trabajaba de buscar casas embrujadas.
Me convertí en una especie de rock star entre sus amigos de nueve.
En pocos días mecanicé un radar que me avisaba el momento
exacto en que la historia que valía aparecía. Ahí me sentaba y empezaba a tomar
nota. Como la del abuelito. El tipo me había pedido que lo llamara un sábado y
eso me molestaba bastante. Además no le tenía fe. Pero la cosa era más difícil
de lo que yo pensaba y no se podía desperdiciar una oportunidad.
Además de lograr un buen relato, los protagonistas tenían
que aceptar contarlo ante las cámaras. Y lo tenían que hacer bien, manifestando
miedo y también coherencia. El sí lo daban en Perú, así es la televisión del
mundo globalizado. El director del proyecto entrevistaba vía Skype a los
protagonistas para escucharlos, pero también para verlos. El peruano tenía
filtros propios y ajenos, en otros países de Latinoamérica.
Entre las vueltas de esos filtros rechazaron una historia
hermosa en donde el fantasma hasta escribía en un piso de madera. Incluía una
india y su hijo que seguía llorando y una mujer que estuvo muerta pero viva. En
la entrevista con el peruano la mentalista que me entregó el caso se entusiasmó
y dijo que el bebé que recién había parido la dueña de casa –la que se había
muerto pero no- era la reencarnación del hijo de la india. Se salió de guión la
tonta y la protagonista se bajó del cuento. Se pelearon, se contradijeron y a
mí me bocharon el episodio.
Entonces llamé en sábado a ese que me parecía que no iba a
servir. El tipo empieza a contar y yo lo escucho en piloto automático hasta que
¿dónde dejé la lapicera? Contame otra vez esa parte en que el fantasma corría a
la nena. ¿Y la nena lo puede contar? Entregaban a la nena. Y después lo del psíquico,
que se comunicó con el fantasma y que el fantasma le dijo que sólo quería jugar
con los chicos porque su hija en vida le negaba a sus nietos. ¿Podemos hablar
con el psíquico? Es difícil. Pero te lo convenzo. Tenía una novia que era muy
perceptiva y que también sintió al fantasma. ¿Y puede dar testimonio? Vive en
Bariloche. No importa. Se viene.
Había historia.
Quería conocerlos.
Al fin de semana siguiente me fui hasta Malvinas Argentinas,
ahí nomás de Campo de Mayo. ¿Qué estaba haciendo yo un sábado a las tres de la
tarde viajando hacia un lugar desconocido en donde decían que tenían un fantasma
enquistado? Había armado con mi marido una serie de medidas precautorias como
la realización de llamados periódicos y mensajes de texto. Dos veces estuve a
punto de decirle al remisero que nos volviéramos a Buenos Aires. El señor del
auto tenía orden de esperarme en la puerta.
La casa era como todas las casas. No tenía nada de especial.
Estaba el tipo y la esposa que también podrían ser mis vecinos aunque él… Era
oscuro él.
Entonces me cuentan toda la historia otra vez y mientras
tomo nota, la pregunta. El tipo hace la pregunta.
“Vos no creés nada de lo que
te decimos, ¿no?”
Cuando uno tiene que sostener una nota debe saber qué frase elegir.
Un error y todo se cae. No podía hacerme la que tenía los fantasmas en los
bolsillos porque se notaba que no era del palo. Dije lo que me parecía que iba
a sonar mejor.
“Yo te creo a vos, creo en tu historia”.
El tipo tenía un ojo desviado y parecía que todo el tiempo
te observaba de costado. Se quedó callado y con el ojo y yo que esperaba y de
repente distendió y me dijo vení que te muestro el patio.
Respiré tranquila.
Tenía razón. Yo no creía nada. Pero nada de nada. Se me
ocurría más pensar en sugestiones, locuras. Mentiras.
Sin embargo hubo veces en que me conmoví. Como cuando
escuchaba a la chica que veía gente muerta.
Cada vez que hablaba con ella se me
aparecía el pibe de sexto sentido. Carla se llamaba y tenía un poco más de 20
años. Pasó toda su infancia acompañada por una niña que estaba muerta y que se
vestía con ropa blanca. Evitaba quedarse sola porque era el momento que elegía
el espectro para molestarla. A veces era agresiva la nena y la asustaba. Y la
madre que se angustiaba porque no sabía cómo ayudarla. Después me enteré que la
abuela de Carla era una bruja, de las de magia negra. Porque hay magia negra y
hay magia blanca. La magia negra es la que hace daño, la que tiene malas
intenciones.
Pero Carla no tenía malas intenciones.
Una vez -de adolescente- le hicieron una entrevista. Se la
hizo uno a quien no conocía y que llegó por otro que le pasó el dato. Cuando
estaban hablando el pibe le preguntó, no, no le preguntó, afirmó, que el
espectro estaba a su lado, que él también lo sentía. El también veía gente
muerta. Era la primera vez que otra persona corroboraba la presencia de su fantasma.
Se lo describió y Carla cuando me lo contó lloró o se le bajó la voz. No sabés
lo importante que fue para mí entender que no estaba loca. Su relato no servía para
el ciclo porque faltaba la casa embrujada.
La historia que más me dolió fue la parodia de ese parapsicólogo
que le decía a una familia que el niño estaba poseído. Me lo contaba y yo
quería escupirle “sos un hijo de puta, ese chico que grita y no habla y tira
todo está loco, no está poseído. Mandalo al médico. Dejalo ir”. Pero no. No
dije nada. Un poco me daban miedo los brujos y afines. Tenían mi teléfono. Que
se yo. Me daban un poco de miedo.
Como ese que. Porque para buscar la segunda casa tuve que ampliar
la lista de cazafantasmas a chamanes umbanda, magia negra y otros monjes raros.
Un día estaba en casa con mis dos bebés y mi nena más grande y una amiguita o
un amiguito de mi nena más grande. Hablaba con un tipo que me ofrecía el
listado de casos que podían llegar a interesarme y de repente una de las bebés
llora.
¿Vos tenés un bebé ahí?, me pregunta. Y yo que no quería dar
ese tipo de datos me hice la que no escuché. Y el tipo que insiste. ¿De cuánto
es el bebé? Mentí los meses. Tampoco dije que eran dos. Si pensaba feo, que
pensara en otro. “No tenés que hacer este tipo de búsqueda con tu hijo cerca.
Los espíritus son de quedarse impregnados. Y vos los estás invocando. Dale agua
con azúcar”.
Corté lo más rápido que pude. Abrí una botella de agua
mineral y cargué la mamadera. Después le puse azúcar. Hice el mismo
procedimiento en dos vasos de vidrio. Mis mellizas sólo tomaban leche. No me
importó. Primero le di la mamadera a una beba. Después le di a la otra. Subí
las escaleras y les dije a la grande y su amiga o amigo, tomen esto. ¿Por qué?
No importa. Tomen esto. Es por los fantasmas. Se rieron. Me acuerdo que tomaron
el agua riéndose.
Nunca más lo volví a llamar.
Y eso que el tipo prometía.
Igual encontré una segunda casa con trama. La de un espíritu
mujer que se buscaba en los espacios de otra mujer y que se fue después de una
gran ceremonia de fuego y en la madrugada. Era hermana de un cura la muerta pero
el religioso no quiso hablar. Lo busqué y llegué hasta su secretario, que me
dio más miedo que los brujos.
Dos casas embrujadas. Entonces el director peruano y su
equipo viajaron a Buenos Aires. Acá lo esperábamos junto a la chica que me
llamó cuando yo estaba dedicada a ser madre. El tiempo jugaba en mi contra. Yo
sentía que a cada rato los casos estaban al caerse y no estaba dispuesta a
hablar con un psíquico más. Ese trabajo había agotado mi energía.
La de Malvinas Argentinas salió fantástica. La mujer se puso
un poco nerviosa. Pero el tipo estaba bien. Y el psíquico hizo un relato
maravilloso de su encuentro con el fantasma. Además estaba muy emocionado por
el regreso de su ex novia desde Bariloche y eso le agregaba a él una vibra
aparte. Para mí que todavía estaba enamorado.
Al otro día, la otra casa.
Al marido de la mujer que era buscada por el espectro de una
mujer le gustaba agregar detalles, como a la mentalista del bebé de la india. Mientras
lo entrevistaban la esposa se angustiaba y me decía que no era así como
sucedieron las cosas. Cuando ella habló, se quebró. El tipo -el marido- se metió delante de la cámara y la
abrazó. No pude atajarlo. “Sácalo del set”, me dijo por lo bajo el director
peruano.
La mujer también quería que se fuera. La chica que un día me
llamó para que le buscara las casas lo invitó a tomar un café en el patio.
Después el parapsicólogo –un personaje aparte- le dijo a la que me había
contratado que se notaba que tenía poderes especiales. Ella contestó que sí,
que era verdad, que había preanunciado en su cuerpo la caída de las torres
gemelas. El brujo contó fuera de nota relatos maravillosos de su contacto con los
extraterrestres, que lo visitaban seguido.
Nunca vi los programas. Ni el del abuelito, ni el de la
hermana del cura.
Un tiempo después –no sé decir cuánto- yo estaba sentada en el
living de mi casa. Retaba a mi hija, a la de nueve. En el medio del sermón se
cae desde el quinto estante de la biblioteca un portarretratos con su foto. En
la pierna mía se cae. El efecto fue como que me pegó. Hicimos chistes. Que los
fantasmas, que los espectros.
A veces escucho ruidos raros.