viernes, 8 de noviembre de 2013

Embrujadas

Salía de esos meses en que te dedicás a criar bebés –en mi caso eran dos - y recibí un llamado al celular. Me convocaban para una investigación bizarra. Dije que sí. Creo que también hubiera aceptado hacer un relevamiento de todas las frutas y verduras que se compran en Buenos Aires. Pero tocó casas embrujadas y en horas cambié mis charlas telefónicas con abuelas y amigas por la búsqueda de brujos, mentalistas, parapsicólogos y afines que me conectaran con la otra dimensión. Gente muy rara. Toda muy rara. Algunos hasta el miedo.

Tenía que encontrar dos buenas historias.

El primer acercamiento fue a través de una bruja que en su niñez recibió el toque de un espectro amable. Un desván, dos hermanas, una tía vieja que ya no estaba y esa presencia que ella no se explicaba. El fantasma estaba buscando algo que yo en ese momento supe pero que hoy no recuerdo. Finalmente dejó dos flores blancas sobre una cama para despedirse y se alejó.

No servía.

Se necesitaban hechos suculentos. Es que las casas eran para la tele y en la industria televisiva los espíritus tienen que hablar, morder, mover objetos. Asustar.

Entonces me inventé un cuestionario que ayudaba a tamizar relatos.

¿Te hablaba? ¿Te tocaba? ¿Lo viste? ¿Sólo una sombra? ¿Pero se volvió corpóreo en algún momento? ¿Te agredió?

Hacía las preguntas mientras tomaba mate, o hamacaba a un bebé o simplemente caminaba por la casa. Mi marido llegaba cada tarde y escuchaba a su mujer que se interesaba por voces y espectros. Mi hija, la grande, estaba fascinada. Todas las noches me pedía que le contara algún caso y cuando le preguntaban, decía que su madre trabajaba de buscar casas embrujadas. Me convertí en una especie de rock star entre sus amigos de nueve.

En pocos días mecanicé un radar que me avisaba el momento exacto en que la historia que valía aparecía. Ahí me sentaba y empezaba a tomar nota. Como la del abuelito. El tipo me había pedido que lo llamara un sábado y eso me molestaba bastante. Además no le tenía fe. Pero la cosa era más difícil de lo que yo pensaba y no se podía desperdiciar una oportunidad.

Además de lograr un buen relato, los protagonistas tenían que aceptar contarlo ante las cámaras. Y lo tenían que hacer bien, manifestando miedo y también coherencia. El sí lo daban en Perú, así es la televisión del mundo globalizado. El director del proyecto entrevistaba vía Skype a los protagonistas para escucharlos, pero también para verlos. El peruano tenía filtros propios y ajenos, en otros países de Latinoamérica.  

Entre las vueltas de esos filtros rechazaron una historia hermosa en donde el fantasma hasta escribía en un piso de madera. Incluía una india y su hijo que seguía llorando y una mujer que estuvo muerta pero viva. En la entrevista con el peruano la mentalista que me entregó el caso se entusiasmó y dijo que el bebé que recién había parido la dueña de casa –la que se había muerto pero no- era la reencarnación del hijo de la india. Se salió de guión la tonta y la protagonista se bajó del cuento. Se pelearon, se contradijeron y a mí me bocharon el episodio.

Entonces llamé en sábado a ese que me parecía que no iba a servir. El tipo empieza a contar y yo lo escucho en piloto automático hasta que ¿dónde dejé la lapicera? Contame otra vez esa parte en que el fantasma corría a la nena. ¿Y la nena lo puede contar? Entregaban a la nena. Y después lo del psíquico, que se comunicó con el fantasma y que el fantasma le dijo que sólo quería jugar con los chicos porque su hija en vida le negaba a sus nietos. ¿Podemos hablar con el psíquico? Es difícil. Pero te lo convenzo. Tenía una novia que era muy perceptiva y que también sintió al fantasma. ¿Y puede dar testimonio? Vive en Bariloche. No importa. Se viene.

Había historia.

Quería conocerlos.

Al fin de semana siguiente me fui hasta Malvinas Argentinas, ahí nomás de Campo de Mayo. ¿Qué estaba haciendo yo un sábado a las tres de la tarde viajando hacia un lugar desconocido en donde decían que tenían un fantasma enquistado? Había armado con mi marido una serie de medidas precautorias como la realización de llamados periódicos y mensajes de texto. Dos veces estuve a punto de decirle al remisero que nos volviéramos a Buenos Aires. El señor del auto tenía orden de esperarme en la puerta.

La casa era como todas las casas. No tenía nada de especial. Estaba el tipo y la esposa que también podrían ser mis vecinos aunque él… Era oscuro él.

Entonces me cuentan toda la historia otra vez y mientras tomo nota, la pregunta. El tipo hace la pregunta. 

“Vos no creés nada de lo que te decimos, ¿no?”

Cuando uno tiene que sostener una nota debe saber qué frase elegir. Un error y todo se cae. No podía hacerme la que tenía los fantasmas en los bolsillos porque se notaba que no era del palo. Dije lo que me parecía que iba a sonar mejor.

“Yo te creo a vos, creo en tu historia”.

El tipo tenía un ojo desviado y parecía que todo el tiempo te observaba de costado. Se quedó callado y con el ojo y yo que esperaba y de repente distendió y me dijo vení que te muestro el patio.

Respiré tranquila.

Tenía razón. Yo no creía nada. Pero nada de nada. Se me ocurría más pensar en sugestiones, locuras. Mentiras.

Sin embargo hubo veces en que me conmoví. Como cuando escuchaba a la chica que veía gente muerta. 

Cada vez que hablaba con ella se me aparecía el pibe de sexto sentido. Carla se llamaba y tenía un poco más de 20 años. Pasó toda su infancia acompañada por una niña que estaba muerta y que se vestía con ropa blanca. Evitaba quedarse sola porque era el momento que elegía el espectro para molestarla. A veces era agresiva la nena y la asustaba. Y la madre que se angustiaba porque no sabía cómo ayudarla. Después me enteré que la abuela de Carla era una bruja, de las de magia negra. Porque hay magia negra y hay magia blanca. La magia negra es la que hace daño, la que tiene malas intenciones.

Pero Carla no tenía malas intenciones.

Una vez -de adolescente- le hicieron una entrevista. Se la hizo uno a quien no conocía y que llegó por otro que le pasó el dato. Cuando estaban hablando el pibe le preguntó, no, no le preguntó, afirmó, que el espectro estaba a su lado, que él también lo sentía. El también veía gente muerta. Era la primera vez que otra persona corroboraba la presencia de su fantasma. Se lo describió y Carla cuando me lo contó lloró o se le bajó la voz. No sabés lo importante que fue para mí entender que no estaba loca. Su relato no servía para el ciclo porque faltaba la casa embrujada.

La historia que más me dolió fue la parodia de ese parapsicólogo que le decía a una familia que el niño estaba poseído. Me lo contaba y yo quería escupirle “sos un hijo de puta, ese chico que grita y no habla y tira todo está loco, no está poseído. Mandalo al médico. Dejalo ir”. Pero no. No dije nada. Un poco me daban miedo los brujos y afines. Tenían mi teléfono. Que se yo. Me daban un poco de miedo.

Como ese que. Porque para buscar la segunda casa tuve que ampliar la lista de cazafantasmas a chamanes umbanda, magia negra y otros monjes raros. Un día estaba en casa con mis dos bebés y mi nena más grande y una amiguita o un amiguito de mi nena más grande. Hablaba con un tipo que me ofrecía el listado de casos que podían llegar a interesarme y de repente una de las bebés llora.

¿Vos tenés un bebé ahí?, me pregunta. Y yo que no quería dar ese tipo de datos me hice la que no escuché. Y el tipo que insiste. ¿De cuánto es el bebé? Mentí los meses. Tampoco dije que eran dos. Si pensaba feo, que pensara en otro. “No tenés que hacer este tipo de búsqueda con tu hijo cerca. Los espíritus son de quedarse impregnados. Y vos los estás invocando. Dale agua con azúcar”.

Corté lo más rápido que pude. Abrí una botella de agua mineral y cargué la mamadera. Después le puse azúcar. Hice el mismo procedimiento en dos vasos de vidrio. Mis mellizas sólo tomaban leche. No me importó. Primero le di la mamadera a una beba. Después le di a la otra. Subí las escaleras y les dije a la grande y su amiga o amigo, tomen esto. ¿Por qué? No importa. Tomen esto. Es por los fantasmas. Se rieron. Me acuerdo que tomaron el agua riéndose.

Nunca más lo volví a llamar.  Y eso que el tipo prometía.

Igual encontré una segunda casa con trama. La de un espíritu mujer que se buscaba en los espacios de otra mujer y que se fue después de una gran ceremonia de fuego y en la madrugada. Era hermana de un cura la muerta pero el religioso no quiso hablar. Lo busqué y llegué hasta su secretario, que me dio más miedo que los brujos.

Dos casas embrujadas. Entonces el director peruano y su equipo viajaron a Buenos Aires. Acá lo esperábamos junto a la chica que me llamó cuando yo estaba dedicada a ser madre. El tiempo jugaba en mi contra. Yo sentía que a cada rato los casos estaban al caerse y no estaba dispuesta a hablar con un psíquico más. Ese trabajo había agotado mi energía.

La de Malvinas Argentinas salió fantástica. La mujer se puso un poco nerviosa. Pero el tipo estaba bien. Y el psíquico hizo un relato maravilloso de su encuentro con el fantasma. Además estaba muy emocionado por el regreso de su ex novia desde Bariloche y eso le agregaba a él una vibra aparte. Para mí que todavía estaba enamorado.

Al otro día, la otra casa.

Al marido de la mujer que era buscada por el espectro de una mujer le gustaba agregar detalles, como a la mentalista del bebé de la india. Mientras lo entrevistaban la esposa se angustiaba y me decía que no era así como sucedieron las cosas. Cuando ella habló, se quebró. El tipo  -el marido- se metió delante de la cámara y la abrazó. No pude atajarlo. “Sácalo del set”, me dijo por lo bajo el director peruano.

La mujer también quería que se fuera. La chica que un día me llamó para que le buscara las casas lo invitó a tomar un café en el patio. Después el parapsicólogo –un personaje aparte- le dijo a la que me había contratado que se notaba que tenía poderes especiales. Ella contestó que sí, que era verdad, que había preanunciado en su cuerpo la caída de las torres gemelas. El brujo contó fuera de nota relatos maravillosos de su contacto con los extraterrestres, que lo visitaban seguido.

Nunca vi los programas. Ni el del abuelito, ni el de la hermana del cura.

Un tiempo después –no sé decir cuánto- yo estaba sentada en el living de mi casa. Retaba a mi hija, a la de nueve. En el medio del sermón se cae desde el quinto estante de la biblioteca un portarretratos con su foto. En la pierna mía se cae. El efecto fue como que me pegó. Hicimos chistes. Que los fantasmas, que los espectros.

A veces escucho ruidos raros.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Proyecto de todos

El lugar es una oficina del Gobierno porteño.

El que habla,  un alto funcionario.

“Trabajamos por un proyecto común”, se despacha ante varios en reunión oficial. Algún desprevenido podría pensar que se refiere a la ciudad. Respuesta equivocada. La frase se completa con un “Trabajamos por la presidencia de Mauricio en 2015”.

Mauricio  -o el Flaco, como nos enteramos que le dice Michetti- es Macri. “Cada acción, cada obra que emprendemos tiene como objetivo llegar a la Rosada”, señala en medio de la campaña a legisladores porteños.

Entre los que oyen hay amigos –como siempre- pero también están los técnicos y profesionales. El alto funcionario no discrimina entre militantes y laburantes para exigirles salir a la calle y tocar los timbres de los vecinos y entregar folletos del PRO. “Porque es la causa de todos”.

Alguien levanta la mano. No es militante. Es laburante. El profesional se disculpa y dice que no está dispuesto a repartir propaganda. Tampoco se va a sentar en la mesita de alguna esquina clave de Buenos Aires debajo de esas sombrillas tan amarillas. Ni va a repartir globos entre los chicos. Su aporte a la ciudad lo hace trabajando, aclara. Y pregunta, como de costado, si alguien le puede contar cuál es el proyecto del PRO.

“El PRO es Partido Revolucionario…”, comienza a descifrar el alto funcionario.

“Perdón”, interrumpe el profesional, “¿revolucionario?”.

El tipo consulta a sus subalternos y aclara. “Partido Republicano es”. Después agrega que es una organización que está al lado de la gente. Y no mucho más.

A principio de octubre el profesional que se niega a timbrear para Mauricio –o al lado del Flaco, como le dice Michetti- recibe un llamado urgente de la gerencia. Entonces deja su trabajo y se presenta en la oficina de su jefe. Ahí se entera. Van a rescindirle el contrato. Le explican que es por falta de presupuesto.

Sucedió en Buenos Aires.

Esto no es ficción.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Abucheos cero

Es un año especial para  la escuela porque cumple 125 años. Entonces hay eventos varios, obras de los chicos y discursos que recuerdan. Todo al estilo de la educación pública en donde se mezcla la emoción y ese formato vintage que te hace sentir que estás en tu propio patio, frente a tu bandera. También hay invitaciones formales. Por ejemplo al Ministro de Educación de la ciudad.

Pero el funcionario no asiste al acto central. En su lugar, un segundo o tercero muy simpático pide disculpas y explica que la convocatoria llegó tarde y que su jefe hubiera querido participar pero que ya tenía la agenda armada.

“Raro”, piensa una madre. “Con la dedicación que se le pone al aniversario… ¿Cómo es que se les escapa ese detalle?”

Es que hay trama. Pero como diría Graham Greene también hay revés de la trama.

Un día antes de la fecha la escuela recibe un llamado desde el despacho del Ministro. La  dirección escucha entonces la irrisoria petición de gobierno. Para confirmar la presencia de Esteban Bullrich necesitan que se garantice un nivel de abucheos cero en el salón en donde se reunirán alumnos, maestros y padres.

¿Cómo responder a una solicitud tan arriesgada? No se puede prometer tanto. Tampoco se puede pedir tanto.

Igual nadie extraña al Ministro. Tal vez algún fanático que se queda con ganas de abuchearlo. Pero bueno, no va a faltar oportunidad.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Intermitencias de un rostro (relato completo)

I

La decisión es de otro y sin embargo ahí está ella, esperando a Martín no sé cuanto que tiene las mejores ideas del planeta. ¿Quién quiere un creativo? En esa oficina se necesita un par de soldados, de esos que resuelven. Para pensar…

El teléfono interrumpe pero de todas maneras se las arregla para cerrar la idea. Como si alguien en su interior estuviera escuchando.

“Para pensar estoy yo”. Lo dice con una mínima de voz y levanta el tubo de ese aparato que parece robado de una película de los ochentas.

“Hay un tal Martín que pregunta por vos”.

“Hacelo pasar”. Corta, pero vuelve a llamar. “En cinco minutos hacelo pasar”.

Antes, su café.

Le molestan como nada las determinaciones unilaterales de Lucio adentro de su frontera. Loca la vuelven.

“Es buenísimo el tipo, yo sé lo que te digo. Te va a dar aire en la estructura”.

“Que no necesito respiradores”, le grita, “que preciso gente que se arremangue”. Y ahí la sonrisa de su jefe, la mano que toca su rostro -ella que acepta- y el fin de la discusión. Tiene que irse de ese lugar, se dice una vez más cuando termina el café.

Pero hoy no.

Siempre es hoy no.

Acomoda la silla frente al escritorio. Apila una serie de pendientes desparejos y mientras lee los últimos mails evalúa su peinado en el monitor. Abre la libreta al mismo tiempo que alguien se asoma a la puerta. Si fuera un corto, la escena debería montarse en pantalla partida y en sincro.

“Permiso”, dice el tipo.

Cuando aparece el tal Martín, María se da cuenta que lo conoce.


II

Relee la libreta.

Martín Soto tiene escrito.

No le suena y ella es de las que se acuerdan de las combinaciones de nombres. Igual se arriesga porque está segura.

“Vos y yo nos conocemos”.

Insiste.

“¿De dónde nos conocemos?”

Ehhhhh…

Es como un ataque. O Martín parece sentirlo como un ataque. Porque la observa y no contesta hasta que se sienta.

 “Creo que no. O no me acuerdo…”.

María se convence de que la gente se parece a otra gente.

“Perdoname, te confundí con alguien. Lucio quiere que me ayudes a buscarle una estructura diferente a unos documentales…”

La charla comienza a ser trabajo y ella piensa que de verdad hay un equívoco. O que tal vez lo vio en una fiesta o compartieron un consultorio médico circunstancial. Pero si fue así está claro que ella no se le quedó a él. Y le duele. Y es tonto que le duela, lo sabe. Quizás tiene que ver con su última sensación de soledad. O su pregunta -la diaria- acerca de su relación con Lucio, tan poco necesaria. 

Entonces el gesto.

Un gesto que sólo puede combinar con la cara de ese hombre de unos 40 años, alto, un poco feo -pero también interesante- que está sentado en su oficina.

La intimida. Con sólo mostrarle ese gesto la intimida.

Y ahí la repetición, al mover la boca y mirar hacia un costado con cierta bajada de cabeza. Todo al mismo tiempo.

No lo duda. Ella  vio ese rostro y ese gesto. 

 “Yo te conozco”, insiste.

O ataca.

Martín no responde.

III

María sólo puede hacer foco en ese gesto reiterado que la interpela como si fuera de alguien muy próximo. Sabe -porque lo siente- que el tipo cree que intenta seducirlo. 

A ella le pasa otra cosa.

Ese rostro la reporta a un lugar que la inquieta, justo en el medio de la ficción y de la realidad. Como cuando un personaje se convierte en parte de la vida y provoca sensaciones o cambios de humores que deberían permanecer en el plano de la fantasía.

Al quedarse sola se le impone una idea que la angustia. ¿Y si estuvieron juntos, pero íntimamente juntos, y a ella se le enquistó en el inconsciente ese movimiento de la cabeza, además de una "r" que pronuncia arrastrada y otros signos que no termina de situar? Tal vez sucedió en la época en donde coleccionaba una serie de sin nombres que de a poco fueron desapareciendo del prontuario legal y que hoy no podría ni evocar. 

Entonces ahí sentada en su oficina recuerda a un hombre que habla desde un plano americano frente a un entrevistador que de vez en cuando ingresa en cuadro.

Trata de reconstruir.

Sábado, casa de Lucio a la siesta y él que lee y ella que pone un dvd que sigue hasta el final porque si bien tiene sueño advierte que los personajes -todos reales- se valen de la alquimia que a veces ofrece la cámara, la de transmitir intimidad.  “Creadores” es el tema y hay uno que se anima a resignar omnipotencia y a mostrar sus inseguridades. 

Entonces  busca en la libreta el número que está anotado al lado de Martín Soto y lo llama y le pregunta si es el escritor que en un documental confiesa las dificultades que le provoca la palabra y que se queda mudo, en un silencio que el entrevistador sostiene sin miedo, porque hay momentos en que no tiene más para decir.

Y Martín Soto le dice que sí.

¿Cómo no va a acordarse de él si lo escuchó y observó durante 40 minutos y le creyó cada uno de sus tormentos? 

María se calla en el teléfono. Lucio se asoma a la puerta y golpea con los nudillos en el marco. En ese instante Martín dice en su oreja pero ella no escucha porque su jefe, o su amante, la pone nerviosa. 

Si fuera un corto, las acciones de Martín, María y Lucio deberían grabarse en sincro y a pantalla divida.

Fin

jueves, 31 de octubre de 2013

Intermitencias de un rostro (III)


María sólo puede hacer foco en ese gesto reiterado que la interpela como si fuera de alguien muy próximo. Sabe -porque lo siente- que el tipo cree que intenta seducirlo.
 

A ella le pasa otra cosa.


Ese rostro la reporta a un lugar justo en el medio de la ficción y de la realidad que la inquieta. Como cuando un personaje se convierte en parte de la vida y provoca sensaciones o cambios de humores que deberían permanecer en el plano de la fantasía.
Al quedarse sola se le impone una idea que la angustia. ¿Y si estuvieron juntos, pero íntimamente juntos, y a ella se le enquistó en el inconsciente ese movimiento de la cabeza, además de una "r" que pronuncia arrastrada y otros signos que no termina de situar? Tal vez sucedió en la época en donde coleccionaba una serie de sin nombres que de a poco fueron desapareciendo del prontuario legal y que hoy no podría ni evocar. 

O no.


Entonces ahí sentada en su oficina recuerda a un hombre que habla desde un plano americano frente a un entrevistador que de vez en cuando ingresa en cuadro.


Trata de reconstruir.
Sábado, casa de Lucio a la siesta y él que lee y ella que pone un dvd que sigue hasta el final porque si bien tiene sueño advierte que los personajes -todos reales- se valen de la alquimia que a veces ofrece la cámara, la de transmitir intimidad.  Creadores es el tema y hay uno que se anima a resignar omnipotencia y a mostrar sus dudas. 


“Es él”, dice en voz alta María.
Entonces  busca en la libreta el número que está anotado al lado de Martín Soto y lo llama y le pregunta si es el escritor que en un documental confiesa las dificultades que le provoca la palabra y que se queda mudo, en un silencio que el entrevistador sostiene sin miedo, porque hay momentos en que no tiene más para decir.

Y Martín Soto le dice que sí.
¿Cómo no va a acordarse de él si lo escuchó y observó durante 40 minutos y le creyó cada uno de sus tormentos? 

María se calla en el teléfono. Lucio se asoma a la puerta y golpea con los nudillos en el marco. En ese instante Martín dice en su oreja pero ella no escucha porque su jefe, o su amante, la pone nerviosa.

Si fuera un corto, las acciones de Martín, María y Lucio deberían grabarse en sincro y a pantalla divida.
Fin

martes, 29 de octubre de 2013

Intermitencias de un rostro (II)


Relee la libreta.

Martín Soto tiene escrito.

No le suena y ella es de las que se acuerdan de las combinaciones de nombres. Igual se arriesga porque está segura.

“Vos y yo nos conocemos”.

Insiste.

“¿De dónde nos conocemos?”

Ehhhhh…

Es como un ataque. O Martín parece sentirlo como un ataque. Porque la observa y no contesta hasta que se sienta.

 “Creo que no. O no me acuerdo…”.

María se convence de que la gente se parece a otra gente.

“Perdoname, te confundí con alguien. Lucio quiere que me ayudes a buscarle una estructura diferente a unos documentales…”

La charla comienza a ser trabajo y ella piensa que de verdad es un equívoco. O que tal vez lo vio en una fiesta o compartieron un consultorio médico circunstancial. Pero si fue así está claro que ella no se le quedó a él. Y le duele. Y es tonto que le duela, lo sabe. Quizás tiene que ver con su última sensación de soledad. O su pregunta -la diaria- acerca de su relación con Lucio, tan poco necesaria. 

Entonces el gesto.

Un gesto que sólo puede combinar con la cara de ese hombre de unos 40 años, alto, un poco feo -pero también interesante- que está sentado en su oficina.

La intimida. Con sólo mostrarle ese gesto la intimida.

Y ahí la repetición, al mover la boca y mirar hacia un costado con cierta bajada de cabeza. Todo al mismo tiempo.

No lo duda. Ella  vio ese rostro y ese gesto. 

 “Yo te conozco”, insiste.

O ataca.

Afirma.

Martín no responde.

lunes, 21 de octubre de 2013

Intermitencias de un rostro (I)

La decisión es de otro y sin embargo ahí está ella, esperando a Martín no sé cuanto que tiene las mejores ideas del planeta. ¿Quién quiere un creativo? En esa oficina se necesita un par de soldados, de esos que resuelven. Para pensar…

El teléfono interrumpe pero de todas maneras se las arregla para cerrar la idea. Como si alguien en su interior estuviera escuchando.

“Para pensar estoy yo”. Lo dice con una mínima de voz y levanta el tubo de ese aparato que parece robado de una película de los ochentas.

“Hay un tal Martín que pregunta por vos”.

“Hacelo pasar”. Corta, pero vuelve a llamar. “En cinco minutos hacelo pasar”.

Antes, su café.

Le molestan como nada las determinaciones unilaterales de Lucio adentro de su frontera. Loca la vuelven.

“Es buenísimo el tipo, yo sé lo que te digo. Te va a dar aire en la estructura”.

“Que no necesito respiradores”, le grita, “que preciso gente que se arremangue”. Y ahí la sonrisa de su jefe, la mano que toca su rostro -ella que acepta- y el fin de la discusión. Tiene que irse de ese lugar, se dice una vez más cuando termina el café.

Pero hoy no.

Siempre es hoy no.

Acomoda la silla frente al escritorio. Apila una serie de pendientes desparejos y mientras lee los últimos mails evalúa su peinado en el monitor. Abre la libreta al mismo tiempo que alguien se asoma a la puerta. Si fuera un corto, la escena debería montarse en pantalla partida y en sincro.

“Permiso”, dice el tipo.

Cuando aparece el tal Martín, María se da cuenta que lo conoce.

lunes, 14 de octubre de 2013

El vuelo (la historia completa)

I

“¿Por qué estoy acá?”, me pregunté. Ella también, estoy segura.

La vi  por primera vez en la cola para hacer el check in. Se guardaba a un costado, como ausente, con el bolso de mano tipo valija apretado a su brazo. “Está todo arreglado, mamá. Edith te espera en Río. Vos no tenés que preocuparte por nada”.  La mujer –la hija-  advirtió que una desconocida espiaba la escena y se la llevó.

“Carla, ¿en dónde estás?”. Guille me despabiló de esa otra historia. ¿En dónde pensaba que estaba?

“Perdoname, me colgué…”

“Dame los pasaportes y los pasajes.”

El pibe del mostrador solicitaba documentación. 

Ya era tarde para escapar.

II

Guille exigía hablar con un superior.

“¿Vos me estás tomando por idiota?”, decía. “En la agencia nos aseguraron que teníamos dos asientos juntos”.

Y el tipo que le explicaba otra vez que se reprogramaron todos los lugares y que no lo podía solucionar desde su computadora. ¿Por qué tanta  devoción por la cercanía? Para mí la promesa de tres horas limbo, en donde sólo pudiera leer o nada me fascinaba. Si lo decía iba a empezar esa pelea otra vez.  La de a vos te da lo mismo que yo esté o no. Mejor callarme. Mejor que se peleara con el de la aerolínea.

Al final el pibe dijo que si no subíamos perdíamos el avión.

Migraciones sin un cafecito, con lo que a mí me gusta el cafecito del aeropuerto. Pero no había tiempo. Y mientras corríamos por la manga Guille que seguía discutiendo ya sin interlocutor.

“Calmate”, le dije, “son tres horas nada más”.   Iba a contestarme –le conozco esa mirada de odio que se contiene- pero ya estábamos en la puerta del avión y la azafata pedía la tarjeta de embarque. Tuve la sensación de que todos nos observaban de modo sancionatorio. ¿Cómo explicarles que era culpa de él y no mía? 

La mujer me marcó un asiento mientras Guille seguía caminando por el pasillo para buscar el suyo. Ubiqué mi campera en el portaequipaje, que estaba bastante lleno, y me quedé con la cartera. Era la primera butaca pero no me importaba. Es más, pensé, voy a poder estirar las piernas. Cuando me senté la vi.

La señora, la que estaba a un costado en el check in.

La hija no.

La madre.

III

Estaba en otra parte.

La mujer estaba en otra parte.

Espalda rígida, vista perdida y manos extendidas sobre la rodilla. Como en trance. ¿Tenía que hacer algo yo? En principio decidí no saludar.

“Tal vez más tarde”, pensé, y abrí la cartera. A la mañana, con el mate, había empezado un cuento de Heker y antes del despegue volví a la lectura. Era la historia de Diana y José Luis, en donde él la atormenta con su doble ser, entre la genialidad y la borrachera. Miré hacia atrás y vi a Guille, que charlaba con una mujer de unos 30. ¿Por qué no le propuso que cambiásemos de lugar? Si tanto necesitaba sentarse conmigo...

Me reconocí celosa. ¿Yo quería estar con él?  En mi libro, José Luis –el de Diana- prometía frente a una botella vacía de ginebra que nunca más iba a tomar una gota. A mí me costaba creerle.

“¿Me puedo parar?”.

Yo estaba en otra parte y no entendí qué era lo que decía la mujer.

“Si ya me puedo parar”. Busqué el aviso lumínico y comprobé que sí, que ya  podía desabrocharse el cinturón de seguridad. Se levantó con esfuerzo, cruzó delante de mí y se paró frente al portaequipaje. Había perdido la rigidez. Incluso parecía una persona.

“¿La ayudo?”

“Sí, por favor. ¿Puede bajar mi valija?”

Se refería al equipaje de mano, al mismo que aferraba en el aeropuerto.

Guille -en su asiento- se divertía junto a una  mina que no era yo.

En un instante recordé que él había sido diferente.

IV

“No sé por qué Mirtha me manda a la casa de Edith”.

Fue un ingreso al diálogo sin preámbulos sociales.

“El pasaporte... En migraciones dijeron que estaba mal”. Intenté tranquilizarla con un “pero si la dejaron pasar…”. No me escuchó.

La mujer tendría unos 75 años. De manera asistemática desordenaba sobre su falda documentos, dinero y papeles de diferentes tamaño, como alguien que está desacostumbrado a permanecer a su cargo. También dejó caer una serie de billetes, algunos de moneda argentina y otros brasileña.

Intenté apilarlos por nacionalidad. También salvé una carta. Era un sobre amarillento que portaba remitente a la antigua, de cuando la gente se escribía a mano y mantenía relaciones epistolares. Sólo vi que decía Rodolfo P. ¿P de qué? Rodolfo Pérez imaginé. Le devolví el dinero y la carta y al entregárselos le descubrí unos ojos azules. Hacía un rato que compartíamos situación pero era la primera vez que nos mirábamos.

“Fue todo muy rápido, no alcancé a organizar mis cosas. Porque yo tengo mis cosas. Mirtha me hizo la valija y el bolso y yo no sé si está todo. Me da miedo el pasaporte porque en migraciones me dijeron que estaba mal”.

Cinco veces escuché una misma cadencia a la cual se iban agregando detalles y quiebres.

“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?

El libro entre mis manos subía y bajaba. 

“Debería cambiarle el lugar a Guille por un rato”, pensé.

¿Cuánto tiempo faltaba para llegar a Río?

V

Tenía la sensación de que estaba adoptando una madre desquiciada. En esos 40 minutos de viaje entendí a Mirtha –que la expulsaba- y compadecí a Edith, que la iba a recibir. También me daba lástima la vieja. Y culpa pensarla como “la vieja”. La azafata se adelantó hacia mi compañera y le preguntó si precisaba ayuda. Aproveché para levantarme.

Pensé que Guille iba a pasársela de pie al lado mío y sin embargo era yo la que caminaba hacia su butaca, cinco filas más atrás. Antes de llegar advertí ese destello. Destello en ojos azules. Azul que no era para mí.  Hace tanto que. Que no era para mí.

“Voy al baño”, dije. Él se dio vuelta para contestarme con una sonrisa.

“¿Todo bien?”, preguntó. Y sin esperar respuesta siguió charlando con esa mujer que era linda, aunque sin excesos. Yo no me moví.

“Me tocó viajar con una loca”.

Los dos dieron vuelta la cabeza. Guille y la mina.

“¿Querés que te cambie…?”

Sentí que mi marido y una desconocida me pedían que dijera que no. Y yo dije. 

“No, dejá, voy a intentar dormir”.

¿Por qué no les ofrecía un vino también? Al volver del baño reencontré esos ojos -tan lindos como perdidos- que intentaban explicarle a la azafata la historia de su vida a través de cuatro papeles desordenados.

¿Y si además de documentos y una carta amarilla en ese bolso tenía una tijera que el detector de metales había dejado pasar? ¿Y si enloquecía totalmente y me ahorcaba pensando que yo era Mirtha? ¿O Edith? ¿O me sacaba los ojos a punta de la tijera mientras dormía?

Me paré en el pasillo justo en el punto promedio entre mi marido y la de 30 y la vieja, que un poquito me asustaba.

Yo solo quería tres horas limbo.
VI

Leer, el promedio justo era sentarse, parar la máquina de la paranoia y leer.

Me tranquilizó advertir que la vieja se dormía y traduje mi miedo frente a esa pobre mujer en un “va a descansar”. Descansar de la desesperación que le ocasionaba estar entre Buenos Aires y Río. O entre Mirtha y Edith. O entre sus cosas y lo desconocido.

Le toqué la mano. Estaba fría. Y la tapé como si fuera una vieja, pero ahora un poco mía. 

Pedí un whisky aunque no sabía tomar whisky. Si Guille me hubiera visto... Guille estaba en otro lado. 

Lloré despacito por la Diana de Heker, la que era personaje de libro y se resistía a enfrentar su día y su noche. Lloré por Diana y por su amante loco y borracho. ¿Lloré por Diana?

Entonces la sensación. Certeza de sensación. 

Sensación y certeza de eso que estaba sucediendo ahí, al lado mío y que nada tenía que ver con ese whisky que estaba tomando. Tal vez el mareo sí. Pero el resto no.

Alguna vez entrevisté a parapsicólogos y brujas y mentalistas y escuché durante horas relatos de espíritus y muertos que vuelven o que se enquistan en la vida. Y aunque no creí ninguna de las historias, las escribí como si fueran verdaderas.

En ese momento, en el avión, me acordé de todas ellas.

La muerte estaba ahí, se sentía, en el breve espacio entre dos butacas.

VII

“A esta mujer le pasa algo”, grité. Sólo después me atreví a dar vuelta la cabeza.

Tenía los ojos abiertos pero sin mirar. ¿Cuándo se había despertado? Le toqué la mano que sobraba de la frazada. ¿Había intentado estirarla para avisarme que…? Estaba fría. Ya estaba fría. ¿O nunca se había entibiado?

Tres azafatas llegaron con un botiquín de primeros auxilios y fue la señal para soltarla. Me levanté para dejar hacer. En el pasillo -al lado de la butaca- me choqué con esa mujer que acompañaba a mi marido. Alta, rubia. Estaba vestida como una señorita inglesa. Yo con mis jeans. “Nunca me voy a vestir como una señorita inglesa”, pensé.

“Soy cardióloga”, dijo. Me dijo. Solicitaba permiso para acercarse a la vieja. No le contesté. ¿Quién era yo para darle permiso?

Caminé en silencio con los ojos de todos sobre mí y me senté al lado de Guille. Él sabía que. Lo mío en los velatorios era escaparme de esa salita reservada para el cuerpo. Que yo nunca había visto un muerto. Ni se me ocurría acercarme a un cajón abierto. Y sabía también que me angustiaba la idea –porque era consciente de que iba a suceder- que me angustiaba la idea de enfrentarme con un muerto cara a cara.

Trataba de pensar en todo lo que conocía de ella. Que tenía dos hijas, que estaba asustada, desbordada, desesperada, que llevaba plata argentina y brasileña, que se encerraba en su equipaje de manos y sus documentos, que guardaba una carta de un tal Rodolfo P, para mí Rodolfo Pérez. Que le preocupaba su habitación. Que Mirtha. Que Edith. Que había elegido para sus hijas nombres con "h". Y que no quería estar ahí.

¿Quién no quería estar ahí?

Guille me abrazó y no nos dijimos nada.

Él sabía.

Qué suerte que estaba.

VIII

“Falleció”.

La azafata se acercó con cara de pésame y dijo que. Con el mismo tono sugirió que me comunicara con la empresa, que iban a retribuirme de alguna manera por ese mal momento. “Mal momento” fue el eufemismo que eligió para evitar nombrar a la muerta. Nadie quiere invocar a la muerte y menos en un viaje.

“La doctora Mariani va a aterrizar al lado de ella. Usted puede quedarse en su asiento”, agregó.

Rubia y alta. Ahí estaba, paradita detrás de la azafata.

¿Era realmente doctora la Mariani? En otro momento de mi vida me hubiera levantado para deshacerle el peinado tan prolijo y romperle la cara, o los botones de la camisa. La mina se estaba haciendo la heroína en medio de un avión porque quería algo con mi marido. Pero yo era otra para su suerte. Y no me importaba su papel de médica abnegada porque me servía. No me importaba porque para ser la primera vez, la muerte me había rozado todo lo que podía soportar. Entonces, hasta agradecía que se convirtiera en la super rubia.

“Yo fui otra que ya no soy”, pensé.

Y me sorprendí.

¿Se miraron o sólo me pareció?

Faltaban veinte minutos para aterrizar. 

IX

¿Cómo le avisan a una persona que ese a quien espera va a llegar pero no? ¿Llamarán por altoparlante? Se solicita la presencia de…

“¿Qué pasa?”, preguntó Guille, que podía advertir mis movimientos más imperceptibles.

“Nada, nada, una tontería”, dije mientras una voz repetía en mi cabeza que la mujer se había muerto al lado de alguien que desconocía hasta su nombre.

“Señores pasajeros en quince minutos…”. Me desaté el cinturón de seguridad ni bien se apagó la señal luminosa.  “Esperame”, dijo Guille, mientras se hacía de su bolso en el portaequipaje. “Me adelanto”, le contesté.

Necesitaba verla una vez más.

¿Por qué necesitaba verla una vez más?

Ella cubierta con la frazada hasta la cabeza. Yo parada. Al lado -en la butaca- la rubia.

 “¿Es tuya?”, preguntó la mina y levantó del piso la carta de mi compañera de viaje, esa que era de un Rodolfo P que yo imaginaba Pérez.

¿Quién debía quedarse con ese papel que mi desconocida había decidido retener en su último viaje? ¿Sus hijas? ¿Mirtha, que la expulsó? ¿Edith, que seguramente la esperaba sin entusiasmo? ¿O yo, que la arropé por última vez y sentí que su mano estaba fría?

“Les recordamos no olvidar sus pertenencias …”

La azafata recordaba no olvidar y me reí sola. “Como en los velorios”, pensé. Te reís. Llorás. ¿Había guardado yo mi libro? Todavía me faltaba leer el final y me angustiaba Diana y me entristecía José Luis y quería saber… Estaba.

“Disculpame”, insistió la rubia. “¿Es tuya?”

La carta, cierto.

“Sí, es mía”

La guardé mientras Guille llegaba.

No quería ver. Lo sabía, se iban a despedir.

Caminé hacia la salida pensando en la vieja con los ojos desencajados. Metí la mano en la cartera. Pasé del libro de Heker y sentí la textura del papel. Lo arrugué, como si quisiera aferrarme. Era la carta de mi primera muerta.

Antes de llegar a la puerta me di vuelta. En el recuerdo el movimiento de la cabeza es en cámara lenta.

Fin

domingo, 13 de octubre de 2013

El vuelo (IX)


¿Cómo le avisan a una persona que ese a quien espera va a llegar pero no? ¿Llamarán por altoparlante? Se solicita la presencia de…

“¿Qué pasa?”, preguntó Guille, que podía advertir mis movimientos más imperceptibles.

“Nada, nada, una tontería”, dije mientras una voz repetía en mi cabeza que la mujer se había muerto al lado de alguien que desconocía hasta su nombre.

“Señores pasajeros en quince minutos…”. Me desaté el cinturón de seguridad ni bien se apagó la señal luminosa.  “Esperame”, dijo Guille, mientras se hacía de su bolso en el portaequipaje. “Me adelanto”, le contesté.

Necesitaba verla una vez más.

¿Por qué necesitaba verla una vez más?

Ella cubierta con la frazada hasta la cabeza. Yo parada. Al lado -en la butaca- la rubia.

 “¿Es tuya?”, preguntó la mina y levantó del piso la carta de mi compañera de viaje, esa que era de un Rodolfo P que yo imaginaba Pérez.

¿Quién debía quedarse con ese papel que mi desconocida había decidido retener en su último viaje? ¿Sus hijas? ¿Mirtha, que la expulsó? ¿Edith, que seguramente la esperaba sin entusiasmo? ¿O yo, que la arropé por última vez y sentí que su mano estaba fría?

“Les recordamos no olvidar sus pertenencias …”

La azafata recordaba no olvidar y me reí sola. “Como en los velorios”, pensé. Te reís. Llorás. ¿Había guardado yo mi libro? Todavía me faltaba leer el final y me angustiaba Diana y me entristecía José Luis y quería saber… Estaba.

“Disculpame”, insistió la rubia. “¿Es tuya?”

La carta, cierto.

“Sí, es mía”

La guardé mientras Guille llegaba.

No quería ver. Lo sabía, se iban a despedir.

Caminé hacia la salida pensando en la vieja con los ojos desencajados. Metí la mano en la cartera. Pasé del libro de Heker y sentí la textura del papel. Lo arrugué, como si quisiera aferrarme. Era la carta de mi primera muerta.

Antes de llegar a la puerta me di vuelta. En el recuerdo el movimiento de la cabeza es en cámara lenta.

Fin

viernes, 11 de octubre de 2013

El vuelo (VIII)

“Falleció”.

La azafata se acercó con cara de pésame y dijo que. Con el mismo tono sugirió que me comunicara con la empresa, que iban a retribuirme de alguna manera por ese mal momento, eufemismo que eligió para suprimir la idea de estar sentada junto a una muerta. 

“La doctora Mariani va a viajar al lado de ella. Usted puede quedarse en su asiento”, agregó.

Rubia y alta. Ahí estaba, paradita detrás de la azafata.

¿Era realmente doctora la Mariani? En otro momento de mi vida me hubiera levantado para deshacerle el peinado tan prolijo y romperle la cara, o los botones de la camisa. La mina se estaba haciendo la heroína en medio de un avión porque quería algo con mi marido. Pero yo era otra para su suerte. Y no me importaba su papel de médica abnegada porque me servía. No me importaba porque para ser la primera vez, la muerte me había rozado todo lo que podía soportar. Entonces, hasta agradecía que se convirtiera en la super rubia.

“Yo fui otra que ya no soy”, pensé.

Y me sorprendí.

¿Se miraron o sólo me pareció?

Faltaban veinte minutos para aterrizar.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El vuelo (VII)


“A esta mujer le pasa algo”, grité. Sólo después me atreví a dar vuelta la cabeza.

Tenía los ojos abiertos pero sin mirar. ¿Cuándo se había despertado? Le toqué la mano que sobraba de la frazada. ¿Había intentado estirarla para avisarme que…? Estaba fría. Ya estaba fría. ¿O nunca se había entibiado?

Tres azafatas llegaron con un botiquín de primeros auxilios y fue la señal para soltarla. Me levanté para dejar hacer. En el pasillo -al lado de la butaca- me choqué con esa mujer que acompañaba a mi marido. Alta, rubia. Estaba vestida como una señorita inglesa. Yo con mis jeans. “Nunca me voy a vestir como una señorita inglesa”, pensé.

“Soy cardióloga”, dijo. Me dijo. Solicitaba permiso para acercarse a la vieja. No le contesté. ¿Quién era yo para darle permiso?

Caminé en silencio con los ojos de todos sobre mí y me senté al lado de Guille. Él sabía que. Lo mío en los velatorios era escaparme de esa salita reservada para el cuerpo. Que yo nunca había visto un muerto. Ni se me ocurría acercarme a un cajón abierto. Y sabía también que me angustiaba la idea –porque era consciente de que iba a suceder- que me angustiaba la idea de enfrentarme con un muerto cara a cara.

Trataba de pensar en todo lo que conocía de ella. Que tenía dos hijas, que estaba asustada, desbordada, desesperada, que llevaba plata argentina y brasileña, que se encerraba en su equipaje de manos y sus documentos, que guardaba una carta de un tal Rodolfo P, para mí Rodolfo Pérez. Que le preocupaba su habitación. Que Mirtha. Que Edith. Que había elegido para sus hijas nombres con "h". Y que no quería estar ahí.

¿Quién no quería estar ahí?

Guille me abrazó y no nos dijimos nada.

Él sabía.

Qué suerte que estaba.

domingo, 6 de octubre de 2013

El vuelo (VI)


Leer, el promedio justo era sentarse, parar la máquina de la paranoia y leer.

Me tranquilizó advertir que la vieja se dormía y traduje mi miedo frente a esa pobre mujer en un “va a descansar”. Descansar de la desesperación que le ocasionaba estar entre Buenos Aires y Río. O entre Mirtha y Edith. O entre sus cosas y lo desconocido.

Le toqué la mano. Estaba fría. Y la tapé como si fuera una vieja, pero ahora un poco mía. 

Pedí un whisky aunque no sabía tomar whisky. Si Guille me hubiera visto... Guille estaba en otro lado. 

Lloré despacito por la Diana de Heker, la que era personaje de libro y se resistía a enfrentar su día y su noche. Lloré por Diana y por su amante loco y borracho. ¿Lloré por Diana?

Entonces la sensación. Certeza de sensación. 

Sensación y certeza de eso que estaba sucediendo ahí, al lado mío y que nada tenía que ver con ese whisky que estaba tomando. Tal vez el mareo sí. Pero el resto no.

Alguna vez entrevisté a parapsicólogos y brujas y mentalistas y escuché durante horas relatos de espíritus y muertos que vuelven o que se enquistan en la vida. Y aunque no creí ninguna de las historias, las escribí como si fueran verdaderas.

En ese momento, en el avión, me acordé de todas ellas.

La muerte estaba ahí, se sentía, en el breve espacio entre dos butacas.

viernes, 4 de octubre de 2013

El vuelo (V)


Tenía la sensación de que estaba adoptando una madre desquiciada. En esos 40 minutos de viaje entendí a Mirtha –que la expulsaba- y compadecí a Edith, que la iba a recibir. También me daba lástima la vieja. Y culpa pensarla como “la vieja”. La azafata se adelantó hacia mi compañera y le preguntó si precisaba ayuda. Aproveché para levantarme.

Pensé que Guille iba a pasársela de pie al lado mío y sin embargo era yo la que caminaba hacia su butaca, cinco filas más atrás. Antes de llegar advertí ese destello. Destello en ojos azules. Azul que no era para mí.  Hace tanto que. Que no era para mí.

“Voy al baño”, dije. Él se dio vuelta para contestarme con una sonrisa.

“¿Todo bien?”, preguntó. Y sin esperar respuesta siguió charlando con esa mujer que era linda, aunque sin excesos. Yo no me moví.

“Me tocó viajar con una loca”.

Los dos dieron vuelta la cabeza. Guille y la mina.

“¿Querés que te cambie…?”

Sentí que mi marido y una desconocida me pedían que dijera que no. Y yo dije. 

“No, dejá, voy a intentar dormir”.

¿Por qué no les ofrecía un whisky también? Al volver del baño reencontré esos ojos -tan lindos como perdidos- que intentaban explicarle a la azafata la historia de su vida a través de cuatro papeles desordenados.

¿Y si además de documentos y una carta amarilla en ese bolso tenía una tijera que el detector de metales había dejado pasar? ¿Y si enloquecía totalmente y me ahorcaba pensando que yo era Mirtha? ¿O Edith? ¿O me sacaba los ojos a punta de la tijera mientras dormía?

Me paré en el pasillo justo en el punto promedio entre mi marido y la de 30 y la vieja, que un poquito me asustaba.

Yo solo quería tres horas limbo.

lunes, 30 de septiembre de 2013

El vuelo (IV)


“No sé por qué Mirtha me manda a la casa de Edith”.

Fue un ingreso al diálogo sin preámbulos sociales.

“El pasaporte... En migraciones dijeron que estaba mal”. Intenté tranquilizarla con un “pero si la dejaron pasar…”. No me escuchó.

La mujer tendría unos 75 años. De manera asistemática desordenaba sobre su falda documentos, dinero y papeles de diferentes tamaño, como alguien que está desacostumbrado a permanecer a su cargo. También dejó caer una serie de billetes, algunos de moneda argentina y otros brasileña.

Intenté apilarlos por nacionalidad. También salvé una carta. Era un sobre amarillento que portaba remitente a la antigua, de cuando la gente se escribía a mano y mantenía relaciones epistolares. Sólo vi que decía Rodolfo P. ¿P de qué? Rodolfo Pérez imaginé. Le devolví el dinero y la carta y al entregárselos le descubrí unos ojos azules. Hacía un rato que compartíamos situación pero era la primera vez que nos mirábamos.

“Fue todo muy rápido, no alcancé a organizar mis cosas. Porque yo tengo mis cosas. Mirtha me hizo la valija y el bolso y yo no sé si está todo. Me da miedo el pasaporte porque en migraciones me dijeron que estaba mal”.

Cinco veces escuché una misma cadencia a la cual se iban agregando detalles y quiebres.

“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?

El libro entre mis manos subía y bajaba. 

“Debería cambiarle el lugar a Guille por un rato”, pensé.

¿Cuánto tiempo faltaba para llegar a Río?

sábado, 28 de septiembre de 2013

El vuelo (III)


Estaba en otra parte.

La mujer estaba en otra parte.

Espalda rígida, vista perdida y manos extendidas sobre la rodilla. Como en trance. ¿Tenía que hacer algo yo? En principio decidí no saludar.

“Tal vez más tarde”, pensé, y abrí la cartera. A la mañana, con el mate, había empezado un cuento de Heker y antes del despegue volví a la lectura. Era la historia de Diana y José Luis, en donde él la atormenta con su doble ser, entre la genialidad y la borrachera. Miré hacia atrás y vi a Guille, que charlaba con una mujer de unos 30. ¿Por qué no le propuso que cambiásemos de lugar? Si tanto necesitaba sentarse conmigo...

Me reconocí celosa. ¿Yo quería estar con él?  En mi libro, José Luis –el de Diana- prometía frente a una botella vacía de ginebra que nunca más iba a tomar una gota. A mí me costaba creerle.

“¿Me puedo parar?”.

Yo estaba en otra parte y no entendí qué era lo que decía la mujer.

“Si ya me puedo parar”. Busqué el aviso lumínico y comprobé que sí, que ya  podía desabrocharse el cinturón de seguridad. Se levantó con esfuerzo, cruzó delante de mí y se paró frente al portaequipaje. Había perdido la rigidez. Incluso parecía una persona.

“¿La ayudo?”

“Sí, por favor. ¿Puede bajar mi valija?”

Se refería al equipaje de mano, al mismo que aferraba en el aeropuerto.

Guille -en su asiento- se divertía junto a una  mina que no era yo.

En un instante recordé que él había sido diferente.

jueves, 26 de septiembre de 2013

El vuelo (II)


Guille exigía hablar con un superior.

“¿Vos me estás tomando por idiota?”, decía. “En la agencia nos aseguraron que teníamos dos asientos  pegados”.

Y el tipo que le explicaba otra vez que se reprogramaron todos los lugares y que no lo podía solucionar desde su computadora. ¿Por qué tanta  devoción por la cercanía? Para mí la promesa de tres horas limbo, en donde sólo pudiera leer o nada me fascinaba. Si lo decía iba a empezar esa pelea otra vez.  La de a vos te da lo mismo que yo esté o no. Mejor callarme. Mejor que se peleara con el de la aerolínea.

Al final el pibe dijo que si no subíamos perdíamos el avión.

Migraciones sin un cafecito, con lo que a mí me gusta el cafecito del aeropuerto. Pero no había tiempo. Y mientras corríamos por la manga Guille que seguía discutiendo ya sin interlocutor.

“Calmate”, le dije, “son tres horas nada más”.   Iba a contestarme –le conozco esa mirada de odio que se contiene- pero ya estábamos en la puerta del avión y la azafata pedía la tarjeta de ubicaciones. Tuve la sensación de que todos nos observaban de modo sancionatorio. ¿Cómo explicarles que era culpa de él y no mía? 

La mujer me marcó un asiento mientras Guille seguía caminando por el pasillo para buscar el suyo. Ubiqué mi campera en el portaequipaje, que estaba bastante lleno, y me quedé con la cartera. Era la primera butaca pero no me importaba. Es más, pensé, voy a poder estirar las piernas. Cuando me senté la vi.

La señora, la que estaba a un costado en el check in.

La hija no.

La madre.