viernes, 8 de noviembre de 2013

Embrujadas

Salía de esos meses en que te dedicás a criar bebés –en mi caso eran dos - y recibí un llamado al celular. Me convocaban para una investigación bizarra. Dije que sí. Creo que también hubiera aceptado hacer un relevamiento de todas las frutas y verduras que se compran en Buenos Aires. Pero tocó casas embrujadas y en horas cambié mis charlas telefónicas con abuelas y amigas por la búsqueda de brujos, mentalistas, parapsicólogos y afines que me conectaran con la otra dimensión. Gente muy rara. Toda muy rara. Algunos hasta el miedo.

Tenía que encontrar dos buenas historias.

El primer acercamiento fue a través de una bruja que en su niñez recibió el toque de un espectro amable. Un desván, dos hermanas, una tía vieja que ya no estaba y esa presencia que ella no se explicaba. El fantasma estaba buscando algo que yo en ese momento supe pero que hoy no recuerdo. Finalmente dejó dos flores blancas sobre una cama para despedirse y se alejó.

No servía.

Se necesitaban hechos suculentos. Es que las casas eran para la tele y en la industria televisiva los espíritus tienen que hablar, morder, mover objetos. Asustar.

Entonces me inventé un cuestionario que ayudaba a tamizar relatos.

¿Te hablaba? ¿Te tocaba? ¿Lo viste? ¿Sólo una sombra? ¿Pero se volvió corpóreo en algún momento? ¿Te agredió?

Hacía las preguntas mientras tomaba mate, o hamacaba a un bebé o simplemente caminaba por la casa. Mi marido llegaba cada tarde y escuchaba a su mujer que se interesaba por voces y espectros. Mi hija, la grande, estaba fascinada. Todas las noches me pedía que le contara algún caso y cuando le preguntaban, decía que su madre trabajaba de buscar casas embrujadas. Me convertí en una especie de rock star entre sus amigos de nueve.

En pocos días mecanicé un radar que me avisaba el momento exacto en que la historia que valía aparecía. Ahí me sentaba y empezaba a tomar nota. Como la del abuelito. El tipo me había pedido que lo llamara un sábado y eso me molestaba bastante. Además no le tenía fe. Pero la cosa era más difícil de lo que yo pensaba y no se podía desperdiciar una oportunidad.

Además de lograr un buen relato, los protagonistas tenían que aceptar contarlo ante las cámaras. Y lo tenían que hacer bien, manifestando miedo y también coherencia. El sí lo daban en Perú, así es la televisión del mundo globalizado. El director del proyecto entrevistaba vía Skype a los protagonistas para escucharlos, pero también para verlos. El peruano tenía filtros propios y ajenos, en otros países de Latinoamérica.  

Entre las vueltas de esos filtros rechazaron una historia hermosa en donde el fantasma hasta escribía en un piso de madera. Incluía una india y su hijo que seguía llorando y una mujer que estuvo muerta pero viva. En la entrevista con el peruano la mentalista que me entregó el caso se entusiasmó y dijo que el bebé que recién había parido la dueña de casa –la que se había muerto pero no- era la reencarnación del hijo de la india. Se salió de guión la tonta y la protagonista se bajó del cuento. Se pelearon, se contradijeron y a mí me bocharon el episodio.

Entonces llamé en sábado a ese que me parecía que no iba a servir. El tipo empieza a contar y yo lo escucho en piloto automático hasta que ¿dónde dejé la lapicera? Contame otra vez esa parte en que el fantasma corría a la nena. ¿Y la nena lo puede contar? Entregaban a la nena. Y después lo del psíquico, que se comunicó con el fantasma y que el fantasma le dijo que sólo quería jugar con los chicos porque su hija en vida le negaba a sus nietos. ¿Podemos hablar con el psíquico? Es difícil. Pero te lo convenzo. Tenía una novia que era muy perceptiva y que también sintió al fantasma. ¿Y puede dar testimonio? Vive en Bariloche. No importa. Se viene.

Había historia.

Quería conocerlos.

Al fin de semana siguiente me fui hasta Malvinas Argentinas, ahí nomás de Campo de Mayo. ¿Qué estaba haciendo yo un sábado a las tres de la tarde viajando hacia un lugar desconocido en donde decían que tenían un fantasma enquistado? Había armado con mi marido una serie de medidas precautorias como la realización de llamados periódicos y mensajes de texto. Dos veces estuve a punto de decirle al remisero que nos volviéramos a Buenos Aires. El señor del auto tenía orden de esperarme en la puerta.

La casa era como todas las casas. No tenía nada de especial. Estaba el tipo y la esposa que también podrían ser mis vecinos aunque él… Era oscuro él.

Entonces me cuentan toda la historia otra vez y mientras tomo nota, la pregunta. El tipo hace la pregunta. 

“Vos no creés nada de lo que te decimos, ¿no?”

Cuando uno tiene que sostener una nota debe saber qué frase elegir. Un error y todo se cae. No podía hacerme la que tenía los fantasmas en los bolsillos porque se notaba que no era del palo. Dije lo que me parecía que iba a sonar mejor.

“Yo te creo a vos, creo en tu historia”.

El tipo tenía un ojo desviado y parecía que todo el tiempo te observaba de costado. Se quedó callado y con el ojo y yo que esperaba y de repente distendió y me dijo vení que te muestro el patio.

Respiré tranquila.

Tenía razón. Yo no creía nada. Pero nada de nada. Se me ocurría más pensar en sugestiones, locuras. Mentiras.

Sin embargo hubo veces en que me conmoví. Como cuando escuchaba a la chica que veía gente muerta. 

Cada vez que hablaba con ella se me aparecía el pibe de sexto sentido. Carla se llamaba y tenía un poco más de 20 años. Pasó toda su infancia acompañada por una niña que estaba muerta y que se vestía con ropa blanca. Evitaba quedarse sola porque era el momento que elegía el espectro para molestarla. A veces era agresiva la nena y la asustaba. Y la madre que se angustiaba porque no sabía cómo ayudarla. Después me enteré que la abuela de Carla era una bruja, de las de magia negra. Porque hay magia negra y hay magia blanca. La magia negra es la que hace daño, la que tiene malas intenciones.

Pero Carla no tenía malas intenciones.

Una vez -de adolescente- le hicieron una entrevista. Se la hizo uno a quien no conocía y que llegó por otro que le pasó el dato. Cuando estaban hablando el pibe le preguntó, no, no le preguntó, afirmó, que el espectro estaba a su lado, que él también lo sentía. El también veía gente muerta. Era la primera vez que otra persona corroboraba la presencia de su fantasma. Se lo describió y Carla cuando me lo contó lloró o se le bajó la voz. No sabés lo importante que fue para mí entender que no estaba loca. Su relato no servía para el ciclo porque faltaba la casa embrujada.

La historia que más me dolió fue la parodia de ese parapsicólogo que le decía a una familia que el niño estaba poseído. Me lo contaba y yo quería escupirle “sos un hijo de puta, ese chico que grita y no habla y tira todo está loco, no está poseído. Mandalo al médico. Dejalo ir”. Pero no. No dije nada. Un poco me daban miedo los brujos y afines. Tenían mi teléfono. Que se yo. Me daban un poco de miedo.

Como ese que. Porque para buscar la segunda casa tuve que ampliar la lista de cazafantasmas a chamanes umbanda, magia negra y otros monjes raros. Un día estaba en casa con mis dos bebés y mi nena más grande y una amiguita o un amiguito de mi nena más grande. Hablaba con un tipo que me ofrecía el listado de casos que podían llegar a interesarme y de repente una de las bebés llora.

¿Vos tenés un bebé ahí?, me pregunta. Y yo que no quería dar ese tipo de datos me hice la que no escuché. Y el tipo que insiste. ¿De cuánto es el bebé? Mentí los meses. Tampoco dije que eran dos. Si pensaba feo, que pensara en otro. “No tenés que hacer este tipo de búsqueda con tu hijo cerca. Los espíritus son de quedarse impregnados. Y vos los estás invocando. Dale agua con azúcar”.

Corté lo más rápido que pude. Abrí una botella de agua mineral y cargué la mamadera. Después le puse azúcar. Hice el mismo procedimiento en dos vasos de vidrio. Mis mellizas sólo tomaban leche. No me importó. Primero le di la mamadera a una beba. Después le di a la otra. Subí las escaleras y les dije a la grande y su amiga o amigo, tomen esto. ¿Por qué? No importa. Tomen esto. Es por los fantasmas. Se rieron. Me acuerdo que tomaron el agua riéndose.

Nunca más lo volví a llamar.  Y eso que el tipo prometía.

Igual encontré una segunda casa con trama. La de un espíritu mujer que se buscaba en los espacios de otra mujer y que se fue después de una gran ceremonia de fuego y en la madrugada. Era hermana de un cura la muerta pero el religioso no quiso hablar. Lo busqué y llegué hasta su secretario, que me dio más miedo que los brujos.

Dos casas embrujadas. Entonces el director peruano y su equipo viajaron a Buenos Aires. Acá lo esperábamos junto a la chica que me llamó cuando yo estaba dedicada a ser madre. El tiempo jugaba en mi contra. Yo sentía que a cada rato los casos estaban al caerse y no estaba dispuesta a hablar con un psíquico más. Ese trabajo había agotado mi energía.

La de Malvinas Argentinas salió fantástica. La mujer se puso un poco nerviosa. Pero el tipo estaba bien. Y el psíquico hizo un relato maravilloso de su encuentro con el fantasma. Además estaba muy emocionado por el regreso de su ex novia desde Bariloche y eso le agregaba a él una vibra aparte. Para mí que todavía estaba enamorado.

Al otro día, la otra casa.

Al marido de la mujer que era buscada por el espectro de una mujer le gustaba agregar detalles, como a la mentalista del bebé de la india. Mientras lo entrevistaban la esposa se angustiaba y me decía que no era así como sucedieron las cosas. Cuando ella habló, se quebró. El tipo  -el marido- se metió delante de la cámara y la abrazó. No pude atajarlo. “Sácalo del set”, me dijo por lo bajo el director peruano.

La mujer también quería que se fuera. La chica que un día me llamó para que le buscara las casas lo invitó a tomar un café en el patio. Después el parapsicólogo –un personaje aparte- le dijo a la que me había contratado que se notaba que tenía poderes especiales. Ella contestó que sí, que era verdad, que había preanunciado en su cuerpo la caída de las torres gemelas. El brujo contó fuera de nota relatos maravillosos de su contacto con los extraterrestres, que lo visitaban seguido.

Nunca vi los programas. Ni el del abuelito, ni el de la hermana del cura.

Un tiempo después –no sé decir cuánto- yo estaba sentada en el living de mi casa. Retaba a mi hija, a la de nueve. En el medio del sermón se cae desde el quinto estante de la biblioteca un portarretratos con su foto. En la pierna mía se cae. El efecto fue como que me pegó. Hicimos chistes. Que los fantasmas, que los espectros.

A veces escucho ruidos raros.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Proyecto de todos

El lugar es una oficina del Gobierno porteño.

El que habla,  un alto funcionario.

“Trabajamos por un proyecto común”, se despacha ante varios en reunión oficial. Algún desprevenido podría pensar que se refiere a la ciudad. Respuesta equivocada. La frase se completa con un “Trabajamos por la presidencia de Mauricio en 2015”.

Mauricio  -o el Flaco, como nos enteramos que le dice Michetti- es Macri. “Cada acción, cada obra que emprendemos tiene como objetivo llegar a la Rosada”, señala en medio de la campaña a legisladores porteños.

Entre los que oyen hay amigos –como siempre- pero también están los técnicos y profesionales. El alto funcionario no discrimina entre militantes y laburantes para exigirles salir a la calle y tocar los timbres de los vecinos y entregar folletos del PRO. “Porque es la causa de todos”.

Alguien levanta la mano. No es militante. Es laburante. El profesional se disculpa y dice que no está dispuesto a repartir propaganda. Tampoco se va a sentar en la mesita de alguna esquina clave de Buenos Aires debajo de esas sombrillas tan amarillas. Ni va a repartir globos entre los chicos. Su aporte a la ciudad lo hace trabajando, aclara. Y pregunta, como de costado, si alguien le puede contar cuál es el proyecto del PRO.

“El PRO es Partido Revolucionario…”, comienza a descifrar el alto funcionario.

“Perdón”, interrumpe el profesional, “¿revolucionario?”.

El tipo consulta a sus subalternos y aclara. “Partido Republicano es”. Después agrega que es una organización que está al lado de la gente. Y no mucho más.

A principio de octubre el profesional que se niega a timbrear para Mauricio –o al lado del Flaco, como le dice Michetti- recibe un llamado urgente de la gerencia. Entonces deja su trabajo y se presenta en la oficina de su jefe. Ahí se entera. Van a rescindirle el contrato. Le explican que es por falta de presupuesto.

Sucedió en Buenos Aires.

Esto no es ficción.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Abucheos cero

Es un año especial para  la escuela porque cumple 125 años. Entonces hay eventos varios, obras de los chicos y discursos que recuerdan. Todo al estilo de la educación pública en donde se mezcla la emoción y ese formato vintage que te hace sentir que estás en tu propio patio, frente a tu bandera. También hay invitaciones formales. Por ejemplo al Ministro de Educación de la ciudad.

Pero el funcionario no asiste al acto central. En su lugar, un segundo o tercero muy simpático pide disculpas y explica que la convocatoria llegó tarde y que su jefe hubiera querido participar pero que ya tenía la agenda armada.

“Raro”, piensa una madre. “Con la dedicación que se le pone al aniversario… ¿Cómo es que se les escapa ese detalle?”

Es que hay trama. Pero como diría Graham Greene también hay revés de la trama.

Un día antes de la fecha la escuela recibe un llamado desde el despacho del Ministro. La  dirección escucha entonces la irrisoria petición de gobierno. Para confirmar la presencia de Esteban Bullrich necesitan que se garantice un nivel de abucheos cero en el salón en donde se reunirán alumnos, maestros y padres.

¿Cómo responder a una solicitud tan arriesgada? No se puede prometer tanto. Tampoco se puede pedir tanto.

Igual nadie extraña al Ministro. Tal vez algún fanático que se queda con ganas de abuchearlo. Pero bueno, no va a faltar oportunidad.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Intermitencias de un rostro (relato completo)

I

La decisión es de otro y sin embargo ahí está ella, esperando a Martín no sé cuanto que tiene las mejores ideas del planeta. ¿Quién quiere un creativo? En esa oficina se necesita un par de soldados, de esos que resuelven. Para pensar…

El teléfono interrumpe pero de todas maneras se las arregla para cerrar la idea. Como si alguien en su interior estuviera escuchando.

“Para pensar estoy yo”. Lo dice con una mínima de voz y levanta el tubo de ese aparato que parece robado de una película de los ochentas.

“Hay un tal Martín que pregunta por vos”.

“Hacelo pasar”. Corta, pero vuelve a llamar. “En cinco minutos hacelo pasar”.

Antes, su café.

Le molestan como nada las determinaciones unilaterales de Lucio adentro de su frontera. Loca la vuelven.

“Es buenísimo el tipo, yo sé lo que te digo. Te va a dar aire en la estructura”.

“Que no necesito respiradores”, le grita, “que preciso gente que se arremangue”. Y ahí la sonrisa de su jefe, la mano que toca su rostro -ella que acepta- y el fin de la discusión. Tiene que irse de ese lugar, se dice una vez más cuando termina el café.

Pero hoy no.

Siempre es hoy no.

Acomoda la silla frente al escritorio. Apila una serie de pendientes desparejos y mientras lee los últimos mails evalúa su peinado en el monitor. Abre la libreta al mismo tiempo que alguien se asoma a la puerta. Si fuera un corto, la escena debería montarse en pantalla partida y en sincro.

“Permiso”, dice el tipo.

Cuando aparece el tal Martín, María se da cuenta que lo conoce.


II

Relee la libreta.

Martín Soto tiene escrito.

No le suena y ella es de las que se acuerdan de las combinaciones de nombres. Igual se arriesga porque está segura.

“Vos y yo nos conocemos”.

Insiste.

“¿De dónde nos conocemos?”

Ehhhhh…

Es como un ataque. O Martín parece sentirlo como un ataque. Porque la observa y no contesta hasta que se sienta.

 “Creo que no. O no me acuerdo…”.

María se convence de que la gente se parece a otra gente.

“Perdoname, te confundí con alguien. Lucio quiere que me ayudes a buscarle una estructura diferente a unos documentales…”

La charla comienza a ser trabajo y ella piensa que de verdad hay un equívoco. O que tal vez lo vio en una fiesta o compartieron un consultorio médico circunstancial. Pero si fue así está claro que ella no se le quedó a él. Y le duele. Y es tonto que le duela, lo sabe. Quizás tiene que ver con su última sensación de soledad. O su pregunta -la diaria- acerca de su relación con Lucio, tan poco necesaria. 

Entonces el gesto.

Un gesto que sólo puede combinar con la cara de ese hombre de unos 40 años, alto, un poco feo -pero también interesante- que está sentado en su oficina.

La intimida. Con sólo mostrarle ese gesto la intimida.

Y ahí la repetición, al mover la boca y mirar hacia un costado con cierta bajada de cabeza. Todo al mismo tiempo.

No lo duda. Ella  vio ese rostro y ese gesto. 

 “Yo te conozco”, insiste.

O ataca.

Martín no responde.

III

María sólo puede hacer foco en ese gesto reiterado que la interpela como si fuera de alguien muy próximo. Sabe -porque lo siente- que el tipo cree que intenta seducirlo. 

A ella le pasa otra cosa.

Ese rostro la reporta a un lugar que la inquieta, justo en el medio de la ficción y de la realidad. Como cuando un personaje se convierte en parte de la vida y provoca sensaciones o cambios de humores que deberían permanecer en el plano de la fantasía.

Al quedarse sola se le impone una idea que la angustia. ¿Y si estuvieron juntos, pero íntimamente juntos, y a ella se le enquistó en el inconsciente ese movimiento de la cabeza, además de una "r" que pronuncia arrastrada y otros signos que no termina de situar? Tal vez sucedió en la época en donde coleccionaba una serie de sin nombres que de a poco fueron desapareciendo del prontuario legal y que hoy no podría ni evocar. 

Entonces ahí sentada en su oficina recuerda a un hombre que habla desde un plano americano frente a un entrevistador que de vez en cuando ingresa en cuadro.

Trata de reconstruir.

Sábado, casa de Lucio a la siesta y él que lee y ella que pone un dvd que sigue hasta el final porque si bien tiene sueño advierte que los personajes -todos reales- se valen de la alquimia que a veces ofrece la cámara, la de transmitir intimidad.  “Creadores” es el tema y hay uno que se anima a resignar omnipotencia y a mostrar sus inseguridades. 

Entonces  busca en la libreta el número que está anotado al lado de Martín Soto y lo llama y le pregunta si es el escritor que en un documental confiesa las dificultades que le provoca la palabra y que se queda mudo, en un silencio que el entrevistador sostiene sin miedo, porque hay momentos en que no tiene más para decir.

Y Martín Soto le dice que sí.

¿Cómo no va a acordarse de él si lo escuchó y observó durante 40 minutos y le creyó cada uno de sus tormentos? 

María se calla en el teléfono. Lucio se asoma a la puerta y golpea con los nudillos en el marco. En ese instante Martín dice en su oreja pero ella no escucha porque su jefe, o su amante, la pone nerviosa. 

Si fuera un corto, las acciones de Martín, María y Lucio deberían grabarse en sincro y a pantalla divida.

Fin