lunes, 14 de octubre de 2013

El vuelo (la historia completa)

I

“¿Por qué estoy acá?”, me pregunté. Ella también, estoy segura.

La vi  por primera vez en la cola para hacer el check in. Se guardaba a un costado, como ausente, con el bolso de mano tipo valija apretado a su brazo. “Está todo arreglado, mamá. Edith te espera en Río. Vos no tenés que preocuparte por nada”.  La mujer –la hija-  advirtió que una desconocida espiaba la escena y se la llevó.

“Carla, ¿en dónde estás?”. Guille me despabiló de esa otra historia. ¿En dónde pensaba que estaba?

“Perdoname, me colgué…”

“Dame los pasaportes y los pasajes.”

El pibe del mostrador solicitaba documentación. 

Ya era tarde para escapar.

II

Guille exigía hablar con un superior.

“¿Vos me estás tomando por idiota?”, decía. “En la agencia nos aseguraron que teníamos dos asientos juntos”.

Y el tipo que le explicaba otra vez que se reprogramaron todos los lugares y que no lo podía solucionar desde su computadora. ¿Por qué tanta  devoción por la cercanía? Para mí la promesa de tres horas limbo, en donde sólo pudiera leer o nada me fascinaba. Si lo decía iba a empezar esa pelea otra vez.  La de a vos te da lo mismo que yo esté o no. Mejor callarme. Mejor que se peleara con el de la aerolínea.

Al final el pibe dijo que si no subíamos perdíamos el avión.

Migraciones sin un cafecito, con lo que a mí me gusta el cafecito del aeropuerto. Pero no había tiempo. Y mientras corríamos por la manga Guille que seguía discutiendo ya sin interlocutor.

“Calmate”, le dije, “son tres horas nada más”.   Iba a contestarme –le conozco esa mirada de odio que se contiene- pero ya estábamos en la puerta del avión y la azafata pedía la tarjeta de embarque. Tuve la sensación de que todos nos observaban de modo sancionatorio. ¿Cómo explicarles que era culpa de él y no mía? 

La mujer me marcó un asiento mientras Guille seguía caminando por el pasillo para buscar el suyo. Ubiqué mi campera en el portaequipaje, que estaba bastante lleno, y me quedé con la cartera. Era la primera butaca pero no me importaba. Es más, pensé, voy a poder estirar las piernas. Cuando me senté la vi.

La señora, la que estaba a un costado en el check in.

La hija no.

La madre.

III

Estaba en otra parte.

La mujer estaba en otra parte.

Espalda rígida, vista perdida y manos extendidas sobre la rodilla. Como en trance. ¿Tenía que hacer algo yo? En principio decidí no saludar.

“Tal vez más tarde”, pensé, y abrí la cartera. A la mañana, con el mate, había empezado un cuento de Heker y antes del despegue volví a la lectura. Era la historia de Diana y José Luis, en donde él la atormenta con su doble ser, entre la genialidad y la borrachera. Miré hacia atrás y vi a Guille, que charlaba con una mujer de unos 30. ¿Por qué no le propuso que cambiásemos de lugar? Si tanto necesitaba sentarse conmigo...

Me reconocí celosa. ¿Yo quería estar con él?  En mi libro, José Luis –el de Diana- prometía frente a una botella vacía de ginebra que nunca más iba a tomar una gota. A mí me costaba creerle.

“¿Me puedo parar?”.

Yo estaba en otra parte y no entendí qué era lo que decía la mujer.

“Si ya me puedo parar”. Busqué el aviso lumínico y comprobé que sí, que ya  podía desabrocharse el cinturón de seguridad. Se levantó con esfuerzo, cruzó delante de mí y se paró frente al portaequipaje. Había perdido la rigidez. Incluso parecía una persona.

“¿La ayudo?”

“Sí, por favor. ¿Puede bajar mi valija?”

Se refería al equipaje de mano, al mismo que aferraba en el aeropuerto.

Guille -en su asiento- se divertía junto a una  mina que no era yo.

En un instante recordé que él había sido diferente.

IV

“No sé por qué Mirtha me manda a la casa de Edith”.

Fue un ingreso al diálogo sin preámbulos sociales.

“El pasaporte... En migraciones dijeron que estaba mal”. Intenté tranquilizarla con un “pero si la dejaron pasar…”. No me escuchó.

La mujer tendría unos 75 años. De manera asistemática desordenaba sobre su falda documentos, dinero y papeles de diferentes tamaño, como alguien que está desacostumbrado a permanecer a su cargo. También dejó caer una serie de billetes, algunos de moneda argentina y otros brasileña.

Intenté apilarlos por nacionalidad. También salvé una carta. Era un sobre amarillento que portaba remitente a la antigua, de cuando la gente se escribía a mano y mantenía relaciones epistolares. Sólo vi que decía Rodolfo P. ¿P de qué? Rodolfo Pérez imaginé. Le devolví el dinero y la carta y al entregárselos le descubrí unos ojos azules. Hacía un rato que compartíamos situación pero era la primera vez que nos mirábamos.

“Fue todo muy rápido, no alcancé a organizar mis cosas. Porque yo tengo mis cosas. Mirtha me hizo la valija y el bolso y yo no sé si está todo. Me da miedo el pasaporte porque en migraciones me dijeron que estaba mal”.

Cinco veces escuché una misma cadencia a la cual se iban agregando detalles y quiebres.

“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?

El libro entre mis manos subía y bajaba. 

“Debería cambiarle el lugar a Guille por un rato”, pensé.

¿Cuánto tiempo faltaba para llegar a Río?

V

Tenía la sensación de que estaba adoptando una madre desquiciada. En esos 40 minutos de viaje entendí a Mirtha –que la expulsaba- y compadecí a Edith, que la iba a recibir. También me daba lástima la vieja. Y culpa pensarla como “la vieja”. La azafata se adelantó hacia mi compañera y le preguntó si precisaba ayuda. Aproveché para levantarme.

Pensé que Guille iba a pasársela de pie al lado mío y sin embargo era yo la que caminaba hacia su butaca, cinco filas más atrás. Antes de llegar advertí ese destello. Destello en ojos azules. Azul que no era para mí.  Hace tanto que. Que no era para mí.

“Voy al baño”, dije. Él se dio vuelta para contestarme con una sonrisa.

“¿Todo bien?”, preguntó. Y sin esperar respuesta siguió charlando con esa mujer que era linda, aunque sin excesos. Yo no me moví.

“Me tocó viajar con una loca”.

Los dos dieron vuelta la cabeza. Guille y la mina.

“¿Querés que te cambie…?”

Sentí que mi marido y una desconocida me pedían que dijera que no. Y yo dije. 

“No, dejá, voy a intentar dormir”.

¿Por qué no les ofrecía un vino también? Al volver del baño reencontré esos ojos -tan lindos como perdidos- que intentaban explicarle a la azafata la historia de su vida a través de cuatro papeles desordenados.

¿Y si además de documentos y una carta amarilla en ese bolso tenía una tijera que el detector de metales había dejado pasar? ¿Y si enloquecía totalmente y me ahorcaba pensando que yo era Mirtha? ¿O Edith? ¿O me sacaba los ojos a punta de la tijera mientras dormía?

Me paré en el pasillo justo en el punto promedio entre mi marido y la de 30 y la vieja, que un poquito me asustaba.

Yo solo quería tres horas limbo.
VI

Leer, el promedio justo era sentarse, parar la máquina de la paranoia y leer.

Me tranquilizó advertir que la vieja se dormía y traduje mi miedo frente a esa pobre mujer en un “va a descansar”. Descansar de la desesperación que le ocasionaba estar entre Buenos Aires y Río. O entre Mirtha y Edith. O entre sus cosas y lo desconocido.

Le toqué la mano. Estaba fría. Y la tapé como si fuera una vieja, pero ahora un poco mía. 

Pedí un whisky aunque no sabía tomar whisky. Si Guille me hubiera visto... Guille estaba en otro lado. 

Lloré despacito por la Diana de Heker, la que era personaje de libro y se resistía a enfrentar su día y su noche. Lloré por Diana y por su amante loco y borracho. ¿Lloré por Diana?

Entonces la sensación. Certeza de sensación. 

Sensación y certeza de eso que estaba sucediendo ahí, al lado mío y que nada tenía que ver con ese whisky que estaba tomando. Tal vez el mareo sí. Pero el resto no.

Alguna vez entrevisté a parapsicólogos y brujas y mentalistas y escuché durante horas relatos de espíritus y muertos que vuelven o que se enquistan en la vida. Y aunque no creí ninguna de las historias, las escribí como si fueran verdaderas.

En ese momento, en el avión, me acordé de todas ellas.

La muerte estaba ahí, se sentía, en el breve espacio entre dos butacas.

VII

“A esta mujer le pasa algo”, grité. Sólo después me atreví a dar vuelta la cabeza.

Tenía los ojos abiertos pero sin mirar. ¿Cuándo se había despertado? Le toqué la mano que sobraba de la frazada. ¿Había intentado estirarla para avisarme que…? Estaba fría. Ya estaba fría. ¿O nunca se había entibiado?

Tres azafatas llegaron con un botiquín de primeros auxilios y fue la señal para soltarla. Me levanté para dejar hacer. En el pasillo -al lado de la butaca- me choqué con esa mujer que acompañaba a mi marido. Alta, rubia. Estaba vestida como una señorita inglesa. Yo con mis jeans. “Nunca me voy a vestir como una señorita inglesa”, pensé.

“Soy cardióloga”, dijo. Me dijo. Solicitaba permiso para acercarse a la vieja. No le contesté. ¿Quién era yo para darle permiso?

Caminé en silencio con los ojos de todos sobre mí y me senté al lado de Guille. Él sabía que. Lo mío en los velatorios era escaparme de esa salita reservada para el cuerpo. Que yo nunca había visto un muerto. Ni se me ocurría acercarme a un cajón abierto. Y sabía también que me angustiaba la idea –porque era consciente de que iba a suceder- que me angustiaba la idea de enfrentarme con un muerto cara a cara.

Trataba de pensar en todo lo que conocía de ella. Que tenía dos hijas, que estaba asustada, desbordada, desesperada, que llevaba plata argentina y brasileña, que se encerraba en su equipaje de manos y sus documentos, que guardaba una carta de un tal Rodolfo P, para mí Rodolfo Pérez. Que le preocupaba su habitación. Que Mirtha. Que Edith. Que había elegido para sus hijas nombres con "h". Y que no quería estar ahí.

¿Quién no quería estar ahí?

Guille me abrazó y no nos dijimos nada.

Él sabía.

Qué suerte que estaba.

VIII

“Falleció”.

La azafata se acercó con cara de pésame y dijo que. Con el mismo tono sugirió que me comunicara con la empresa, que iban a retribuirme de alguna manera por ese mal momento. “Mal momento” fue el eufemismo que eligió para evitar nombrar a la muerta. Nadie quiere invocar a la muerte y menos en un viaje.

“La doctora Mariani va a aterrizar al lado de ella. Usted puede quedarse en su asiento”, agregó.

Rubia y alta. Ahí estaba, paradita detrás de la azafata.

¿Era realmente doctora la Mariani? En otro momento de mi vida me hubiera levantado para deshacerle el peinado tan prolijo y romperle la cara, o los botones de la camisa. La mina se estaba haciendo la heroína en medio de un avión porque quería algo con mi marido. Pero yo era otra para su suerte. Y no me importaba su papel de médica abnegada porque me servía. No me importaba porque para ser la primera vez, la muerte me había rozado todo lo que podía soportar. Entonces, hasta agradecía que se convirtiera en la super rubia.

“Yo fui otra que ya no soy”, pensé.

Y me sorprendí.

¿Se miraron o sólo me pareció?

Faltaban veinte minutos para aterrizar. 

IX

¿Cómo le avisan a una persona que ese a quien espera va a llegar pero no? ¿Llamarán por altoparlante? Se solicita la presencia de…

“¿Qué pasa?”, preguntó Guille, que podía advertir mis movimientos más imperceptibles.

“Nada, nada, una tontería”, dije mientras una voz repetía en mi cabeza que la mujer se había muerto al lado de alguien que desconocía hasta su nombre.

“Señores pasajeros en quince minutos…”. Me desaté el cinturón de seguridad ni bien se apagó la señal luminosa.  “Esperame”, dijo Guille, mientras se hacía de su bolso en el portaequipaje. “Me adelanto”, le contesté.

Necesitaba verla una vez más.

¿Por qué necesitaba verla una vez más?

Ella cubierta con la frazada hasta la cabeza. Yo parada. Al lado -en la butaca- la rubia.

 “¿Es tuya?”, preguntó la mina y levantó del piso la carta de mi compañera de viaje, esa que era de un Rodolfo P que yo imaginaba Pérez.

¿Quién debía quedarse con ese papel que mi desconocida había decidido retener en su último viaje? ¿Sus hijas? ¿Mirtha, que la expulsó? ¿Edith, que seguramente la esperaba sin entusiasmo? ¿O yo, que la arropé por última vez y sentí que su mano estaba fría?

“Les recordamos no olvidar sus pertenencias …”

La azafata recordaba no olvidar y me reí sola. “Como en los velorios”, pensé. Te reís. Llorás. ¿Había guardado yo mi libro? Todavía me faltaba leer el final y me angustiaba Diana y me entristecía José Luis y quería saber… Estaba.

“Disculpame”, insistió la rubia. “¿Es tuya?”

La carta, cierto.

“Sí, es mía”

La guardé mientras Guille llegaba.

No quería ver. Lo sabía, se iban a despedir.

Caminé hacia la salida pensando en la vieja con los ojos desencajados. Metí la mano en la cartera. Pasé del libro de Heker y sentí la textura del papel. Lo arrugué, como si quisiera aferrarme. Era la carta de mi primera muerta.

Antes de llegar a la puerta me di vuelta. En el recuerdo el movimiento de la cabeza es en cámara lenta.

Fin

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