Me tranquilizó advertir que la vieja se dormía y traduje mi miedo frente a esa pobre mujer en un “va a descansar”. Descansar de la desesperación que le ocasionaba estar entre Buenos Aires y
Río. O entre Mirtha y Edith. O entre sus cosas y lo desconocido.
Le toqué la mano. Estaba fría. Y la tapé como si fuera una vieja, pero ahora un poco mía.
Le toqué la mano. Estaba fría. Y la tapé como si fuera una vieja, pero ahora un poco mía.
Pedí un whisky aunque no sabía tomar whisky. Si Guille me hubiera visto... Guille estaba en otro lado.
Lloré despacito por la Diana de Heker, la que era personaje de libro y se resistía a enfrentar su día y su noche. Lloré por Diana y por su amante loco y borracho. ¿Lloré
por Diana?
Entonces la sensación. Certeza de sensación.
Sensación y certeza de eso que estaba sucediendo ahí, al
lado mío y que nada tenía que ver con ese whisky que estaba tomando. Tal vez el mareo sí. Pero el resto no.
Alguna vez entrevisté a parapsicólogos y brujas y
mentalistas y escuché durante horas relatos de espíritus y muertos que vuelven
o que se enquistan en la vida. Y aunque no creí ninguna de las historias, las escribí como
si fueran verdaderas.
En ese momento, en el avión, me acordé de todas ellas.
La muerte estaba ahí, se sentía, en el breve espacio entre dos butacas.
En ese momento, en el avión, me acordé de todas ellas.
La muerte estaba ahí, se sentía, en el breve espacio entre dos butacas.
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