viernes, 4 de octubre de 2013

El vuelo (V)


Tenía la sensación de que estaba adoptando una madre desquiciada. En esos 40 minutos de viaje entendí a Mirtha –que la expulsaba- y compadecí a Edith, que la iba a recibir. También me daba lástima la vieja. Y culpa pensarla como “la vieja”. La azafata se adelantó hacia mi compañera y le preguntó si precisaba ayuda. Aproveché para levantarme.

Pensé que Guille iba a pasársela de pie al lado mío y sin embargo era yo la que caminaba hacia su butaca, cinco filas más atrás. Antes de llegar advertí ese destello. Destello en ojos azules. Azul que no era para mí.  Hace tanto que. Que no era para mí.

“Voy al baño”, dije. Él se dio vuelta para contestarme con una sonrisa.

“¿Todo bien?”, preguntó. Y sin esperar respuesta siguió charlando con esa mujer que era linda, aunque sin excesos. Yo no me moví.

“Me tocó viajar con una loca”.

Los dos dieron vuelta la cabeza. Guille y la mina.

“¿Querés que te cambie…?”

Sentí que mi marido y una desconocida me pedían que dijera que no. Y yo dije. 

“No, dejá, voy a intentar dormir”.

¿Por qué no les ofrecía un whisky también? Al volver del baño reencontré esos ojos -tan lindos como perdidos- que intentaban explicarle a la azafata la historia de su vida a través de cuatro papeles desordenados.

¿Y si además de documentos y una carta amarilla en ese bolso tenía una tijera que el detector de metales había dejado pasar? ¿Y si enloquecía totalmente y me ahorcaba pensando que yo era Mirtha? ¿O Edith? ¿O me sacaba los ojos a punta de la tijera mientras dormía?

Me paré en el pasillo justo en el punto promedio entre mi marido y la de 30 y la vieja, que un poquito me asustaba.

Yo solo quería tres horas limbo.

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