domingo, 2 de febrero de 2014

En mi cabeza

Cuando lo conocí pensé que se llamaba Uga. Después me dijeron que no, que era Guga. No hay grandes secretos. Le dicen así porque su nombre completo es Gustavo Gabriel. Era flaco, tenía rulos desordenados y una moto a la que yo me subía aunque mi vieja no lo sabía.

En esa época Guga vivía en Boedo, en uno de esos edificios que después de la construcción de la autopista de Cacciatore tomaron la forma de casas cortadas. Nosotros no íbamos mucho. Tal vez porque era el departamento de los viejos. A la madre la recuerdo como una mujer pintada, maquillada quiero decir. Hablaba de viajes espirituales y esas cosas.

No íbamos mucho pero esa noche sí. Es probable que fuera un cumpleaños o la previa a una salida. No podría decir quiénes estábamos. Seguro Guga, después un pibe rubio que era mi novio y otros. La madre estaba. Me acuerdo perfectamente porque fue ella la que se asomó a la ventana. Me suena que había un mantel blanco y sandwichitos. Sí, debía ser un cumpleaños.

Entonces se escuchó ese ruido.

Primero deforme, sin bordes claros. Después fue tomando ritmo y nos calló a todos. Era como un rugido que sonaba y se apagaba de manera constante. Parecía alguien que sufría. 

La mamá de Guga se asomó a la ventana y gritó: “¿De dónde?”.

Silencio y rugido nuevamente.

“¿En qué piso? ¿En qué edificio?”

Silencio. Y el rugido, pero más apagado.

“¿Necesita ayuda?”

Y ya nada más.

Pasó hace 25 años. No sé en qué piso era la casa de Guga o quiénes estábamos esa noche y ni siquiera podría repetir el nombre de mi novio rubio. Pero tengo ese rugido en la cabeza.

Siempre lo tengo.