“Falleció”.
La azafata se acercó con cara de pésame y dijo que. Con el
mismo tono sugirió que me comunicara con la empresa, que iban a
retribuirme de alguna manera por ese mal momento, eufemismo que eligió para suprimir la idea de estar sentada junto a una muerta.
“La doctora Mariani
va a viajar al lado de ella. Usted puede quedarse en su asiento”, agregó.
Rubia y alta. Ahí estaba, paradita detrás de la azafata.
¿Era realmente doctora la Mariani? En otro momento de mi
vida me hubiera levantado para deshacerle el peinado tan prolijo y romperle la
cara, o los botones de la camisa. La mina se estaba haciendo la heroína en
medio de un avión porque quería algo con mi marido. Pero yo era otra para su
suerte. Y no me importaba su papel de médica abnegada porque me servía. No me
importaba porque para ser la primera vez, la muerte me había rozado todo lo que
podía soportar. Entonces, hasta agradecía que se convirtiera en la super rubia.
“Yo fui otra que ya no soy”, pensé.
Y me sorprendí.
Y me sorprendí.
¿Se miraron o sólo me pareció?
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