lunes, 30 de septiembre de 2013

El vuelo (IV)


“No sé por qué Mirtha me manda a la casa de Edith”.

Fue un ingreso al diálogo sin preámbulos sociales.

“El pasaporte... En migraciones dijeron que estaba mal”. Intenté tranquilizarla con un “pero si la dejaron pasar…”. No me escuchó.

La mujer tendría unos 75 años. De manera asistemática desordenaba sobre su falda documentos, dinero y papeles de diferentes tamaño, como alguien que está desacostumbrado a permanecer a su cargo. También dejó caer una serie de billetes, algunos de moneda argentina y otros brasileña.

Intenté apilarlos por nacionalidad. También salvé una carta. Era un sobre amarillento que portaba remitente a la antigua, de cuando la gente se escribía a mano y mantenía relaciones epistolares. Sólo vi que decía Rodolfo P. ¿P de qué? Rodolfo Pérez imaginé. Le devolví el dinero y la carta y al entregárselos le descubrí unos ojos azules. Hacía un rato que compartíamos situación pero era la primera vez que nos mirábamos.

“Fue todo muy rápido, no alcancé a organizar mis cosas. Porque yo tengo mis cosas. Mirtha me hizo la valija y el bolso y yo no sé si está todo. Me da miedo el pasaporte porque en migraciones me dijeron que estaba mal”.

Cinco veces escuché una misma cadencia a la cual se iban agregando detalles y quiebres.

“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?

El libro entre mis manos subía y bajaba. 

“Debería cambiarle el lugar a Guille por un rato”, pensé.

¿Cuánto tiempo faltaba para llegar a Río?

sábado, 28 de septiembre de 2013

El vuelo (III)


Estaba en otra parte.

La mujer estaba en otra parte.

Espalda rígida, vista perdida y manos extendidas sobre la rodilla. Como en trance. ¿Tenía que hacer algo yo? En principio decidí no saludar.

“Tal vez más tarde”, pensé, y abrí la cartera. A la mañana, con el mate, había empezado un cuento de Heker y antes del despegue volví a la lectura. Era la historia de Diana y José Luis, en donde él la atormenta con su doble ser, entre la genialidad y la borrachera. Miré hacia atrás y vi a Guille, que charlaba con una mujer de unos 30. ¿Por qué no le propuso que cambiásemos de lugar? Si tanto necesitaba sentarse conmigo...

Me reconocí celosa. ¿Yo quería estar con él?  En mi libro, José Luis –el de Diana- prometía frente a una botella vacía de ginebra que nunca más iba a tomar una gota. A mí me costaba creerle.

“¿Me puedo parar?”.

Yo estaba en otra parte y no entendí qué era lo que decía la mujer.

“Si ya me puedo parar”. Busqué el aviso lumínico y comprobé que sí, que ya  podía desabrocharse el cinturón de seguridad. Se levantó con esfuerzo, cruzó delante de mí y se paró frente al portaequipaje. Había perdido la rigidez. Incluso parecía una persona.

“¿La ayudo?”

“Sí, por favor. ¿Puede bajar mi valija?”

Se refería al equipaje de mano, al mismo que aferraba en el aeropuerto.

Guille -en su asiento- se divertía junto a una  mina que no era yo.

En un instante recordé que él había sido diferente.

jueves, 26 de septiembre de 2013

El vuelo (II)


Guille exigía hablar con un superior.

“¿Vos me estás tomando por idiota?”, decía. “En la agencia nos aseguraron que teníamos dos asientos  pegados”.

Y el tipo que le explicaba otra vez que se reprogramaron todos los lugares y que no lo podía solucionar desde su computadora. ¿Por qué tanta  devoción por la cercanía? Para mí la promesa de tres horas limbo, en donde sólo pudiera leer o nada me fascinaba. Si lo decía iba a empezar esa pelea otra vez.  La de a vos te da lo mismo que yo esté o no. Mejor callarme. Mejor que se peleara con el de la aerolínea.

Al final el pibe dijo que si no subíamos perdíamos el avión.

Migraciones sin un cafecito, con lo que a mí me gusta el cafecito del aeropuerto. Pero no había tiempo. Y mientras corríamos por la manga Guille que seguía discutiendo ya sin interlocutor.

“Calmate”, le dije, “son tres horas nada más”.   Iba a contestarme –le conozco esa mirada de odio que se contiene- pero ya estábamos en la puerta del avión y la azafata pedía la tarjeta de ubicaciones. Tuve la sensación de que todos nos observaban de modo sancionatorio. ¿Cómo explicarles que era culpa de él y no mía? 

La mujer me marcó un asiento mientras Guille seguía caminando por el pasillo para buscar el suyo. Ubiqué mi campera en el portaequipaje, que estaba bastante lleno, y me quedé con la cartera. Era la primera butaca pero no me importaba. Es más, pensé, voy a poder estirar las piernas. Cuando me senté la vi.

La señora, la que estaba a un costado en el check in.

La hija no.

La madre.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El vuelo (I)

“¿Por qué estoy acá?”,  me preguntaba.

Ella también, estoy segura.

La vi  por primera vez en la cola para hacer el check in. Se guardaba a un costado, como ausente, con el bolso de mano tipo valija apretado a su brazo. “Está todo arreglado, mamá. Edith te espera en Río. Vos no tenés que preocuparte por nada”.  La mujer –la hija-  advirtió que una desconocida espiaba la escena y se la llevó.

“Carla, ¿en dónde estás?”. Guille me despabiló de esa otra historia. ¿En dónde pensaba que estaba?

“Perdoname, me colgué…”

“Dame los pasaportes y los pasajes.”

El pibe del mostrador solicitaba documentación. 

Ya era tarde para escapar.

martes, 17 de septiembre de 2013

Discutí con una gata que fue mía


Vivió en casa unas dos semanas hace cuatro años cuando era bien cachorra. El tiempo alcanzó para que yo tuviera que correrla, abrirle la boca y encajarle una medicación, para que se tirara por el agujero de la escalera desde el séptimo piso, en el pasillo, al lado del ascensor y que se gastara una de sus vidas al enganchar el piso quinto, para que mi marido huyera sintiéndose intimidado por ese bicho gris que no respetaba ni siquiera la planta que regaló la abuela y para que me enamorara el último día, cuando se metió entre la frazada, después buscó la sábana y llegó a mis pies en la cama en donde yo hacía reposo. Tenía que irse. Era una orden de los altos mandos. Bah, de mi obstetra, que después de ver la toxoplasmosis negativa me prohibió cursar el embarazo gemelar con un felino cerca.

Vale adoptó a Mishu con nombre y todo. Y se hicieron la una de la otra. Es loca la gata. Rompe, se malhumora con algunos invitados y puede incluso rasguñar o morder si la ocasión es debida. A mí me recibe con ronroneo y frotada de piernas. Yo creo que es porque se acuerda. Igual le tengo respeto, como a todos los gatos. Me da desconfianza. Sus movimientos detrás de la silla. Cuando se sube a mis piernas sin aviso. Y además, los ojos. Vale insiste en la idea de que los gatos no tienen intencionalidad en la mirada. Yo no sé.

El otro día fui a tomar mate. La Mishu cumplió el ritual del saludo con ronroneo y se acostó sobre la cartera, que apoyé en la mesa.  Estuvo bueno porque se adormeció y pude relajarme en la charla, sin la tensión expectante que me genera su presencia.

Hasta el momento de despedirme.
Me puse el tapado y como si nada sucediera comencé a tirar del bolso por un costado, sin avisarle a la gata, que además de todo es bastante posesiva.

La estrategia fracasó.

Mishu se despertó y enganchó la correa a las dos patas delanteras con una decisión que hizo que yo tomara distancia. 

“Silvi se tiene que ir”, le dijo Vale, mientras la alzaba. Y en el movimiento de abrazarla se llevó gata y cartera.

La escena daba para historieta. Mishu adosada a la cartera, Vale que le hablaba y yo que peleaba. Al principio más tímida. Después con decisión.
Y le gané.

Entonces me fui rápido para la salida. No fuera cosa que enfurecida como estaba se bajara y viniera corriendo a buscar su botín. O a mí.

Correr tres metros hasta la salida es ridículo. Pero lo hice. Y me pegué al picaporte, que no respondía.

“Está cerrado”, dijo Vale.

¿Dónde estaba la llave?

Mi amiga se acercó para abrirme con la gata a upa. Me desesperaba la cercanía pero hubiera sido peor que la dejara suelta.

“Chau”, le dije cuando por fin pudo concretar la cosa de la cerradura y me escapé hasta el ascensor. 

Ahí en el pasillo, mientras apretaba el botón y Vale me recordaba desde la puerta que yo estaba más loca que la gata, sucedió.

El animal se bajó de sus brazos y comenzó a caminar, sigiloso. Y el ascensor que no venía y yo que estaba descontrolada.

“Valeria agarrala”.

“No te va a hacer nada. Está paseando como siempre”.

Toqué nuevamente el botón como si eso lo apurara.

“Mishu vení”, intentaba Vale y me decía “no grites que la estás asustando”. La gata ya estaba al lado mío, erizada.

Las dos erizadas.

La alzó justo cuando apareció el ascensor, que yo abrí y cerré casi en el mismo movimiento.

Sólo después del portazo grité chau.

Y de cachora se metía en la cama, entre mis pies.

No sé si vuelvo.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (Toda la historia)

I

Le gustaba decir que había sido cadeta. Era más para hacer bandera con eso del conocimiento de las calles –ella, la del interior- que para cumplir con el mandato de empezar desde abajo. En esa época estudiaba psicología y siempre tenía una changa para los pesos diarios.

Al tipo lo conocía bastante porque era el esposo de una amiga. Un día le propuso repartir unos sobres –ponele unos 300, o más- en una fundación, la de un político con nombre para la que él trabajaba. Ella contestó que sí, obvio. Si no tenía laburo. Además –pensaba- seguro que al caminar tanto iba a sacarse los kilos que la molestaban.

Se acuerda perfectamente de los sobres. Eran papel madera con una leyenda que decía “Información confidencial”. Y la etiqueta con el nombre del destinatario. Imaginate el mailing. Todos esos tipos estaban en la lista. Esos.

¿Qué decía el informe confidencial escrito en esa especie de bunker político? La entrega era en mano. Significa que ella tenía que rendir después una hoja impresa con las firmas de los destinatarios o de un cercano muy cercano. En general iba a oficinas pero una vez tocó el timbre de una casa y la recibió el mismísimo Bernardo Neustadt. ¡Qué impresión! Tenerlo tan cerca.

Nunca abrió un sobre. ¿Por falta de curiosidad, por miedo a que se den cuenta o por honestismo militante? Marcar la última opción. Es la correcta. Igual no le sirvió de mucho.

Después de los 300 sobres quedó fija. Hacía los trámites comunes de la oficina y resolvía algún que otro asunto personal que los más descarados le acercaban con un che, ¿no me hacés un favorcito?. ¡Cómo le molestaba! Cuando podía, los dejaba en evidencia. Los pedidos que más la sacaban eran los del tipo, el que era esposo de la amiga. ¿Acaso no podía pagarse él mismo los impuestos, por ejemplo?

A veces tenía un tiempito libre y se perdía en una biblioteca enorme, hasta el techo, de esas que ocupan toda la pared. Seguramente eran los libros que el político en cuestión no quería tener en su casa pero a ella la fascinaba. El hombre era agradable sin llegar a simpático. Casi no pasaban del saludo pero una vez le contó algo de su exilio en Venezuela y de su experiencia como periodista. Las tramas, los verdaderos entretejidos de la oficina, se daban a sus espaldas. Él no intervenía en la intriga barata. En las otras… Se acuerda que alguna vez leyó una nota sobre el personaje en donde lo catalogaban de lobbysta. Ella, inocente, llevó la revista a la oficina. Un punto en contra, seguro.

Ahí estaba la secretaria, una mujer con todos los dobleces del mundo. Era de esas históricas que son dueñas de la agenda pero también del personaje. Peligrosa. Después la piba que se encargaba de la parte informática. Era de Franja Morada, se acuerda. Y confrontaban. Todo bien igual. Bueno, o algo así. El tipo –el esposo de la amiga- venía un par de veces a la semana y la mujer que hacía la limpieza todos los días. También estaba la mina que hacía de segunda del político. Una estirada de historieta que empalagaba de tan bien que llevaba el rol. Y la cadeta, por supuesto.

Un día le dan una plata para pagar no sé qué en el banco. Era mucha, se acuerda. Tal vez llegaba a ser un quinto de su sueldo. Ya era tarde. Entonces guardó el dinero en el cajoncito de un escritorio que usaba como base de operaciones. Lo metió en un sobre junto con la papeleta correspondiente.

¿Quién la vio guardar esos pesos o incluso contarlos antes de ensobrarlos?

II

Ya sabía cuál era su primera tarea del día. Iba a empezar con el pago ese, que la estresaba un poco. Es que salir a la calle con tanto dinero… Saludó a la piba de informática y mientras comentaban alguna que otra tontería iba abriendo el cajón, el de los trámites. En un momento dejó de contestar a las frases sueltas de su compañera.

¿Cuántas veces revisó su escritorio?

Se acordaba casi fotográficamente de ella que contaba la guita y la metía primero en el sobre y después en el cajón. Igual vació su mochila, no sea cosa que a último momento la hubiera guardado en un bolsillo. El dinero no estaba.

Todos miraban. ¿Con qué cara miraba cada uno?

Ella también los observaba. Porque si bien no le habían tocado su billetera alguien le estaba complicando la mañana y era uno de esos tres gatos locos con los que comía, se saludaba y charlaba de política. Después le dieron otra vez la plata (cree que fue la secretaria) y se fue a pagar eso que ni se acuerda qué era.

Pensó que ahí se terminaba el cuento. Se equivocaba. No sabe cuántos días pasaron entre un suceso y el otro. Podría ser una semana. Tal vez menos. 

“¿Se murió alguien?”, preguntó al volver de uno de sus recorridos matinales.

“Faltó plata”, le dijo la de informática. 

“¿Otra vez?”, reaccionó ella, casi por default. 

La piba señaló hacia el escritorio de la secretaria, que estaba revolviendo su cartera, como si en ese billete...

Era la misma cantidad que le habían robado de su escritorio. La misma. Se acuerda porque le llamó la atención tanta prolijidad del ladrón. Le quedó en la cabeza la reflexión de la señora de la limpieza que le comentó como resignada, “seguro que me van a acusar a mí. Siempre pasa así”.

Cuatro sospechosas y un robo. Dos robos. Bueno, también podían ser cinco sospechosos si se contaba al tipo, ese que la había llevado al laburo  y aparecía cada dos días. O siete, si se agregaba al político -tan radical él- y a su segunda, la estirada. No tenía tiempo para la charla post crimen porque le faltaba la vuelta callejera de la tarde. Se iba a quedar sin los detalles. Tenía que apurarse. Después había facultad.

Cuando terminaba, la rutina era siempre igual. Dejaba todo listo en su escritorio para el día siguiente y salía a tomarse el colectivo lleno de la hora pico. A veces le tocaba la sede de Yrigoyen y otras la vieja Independencia. En la entrada coqueteaba con todas las agrupaciones de izquierda y como buena histérica no se enganchaba con ninguna. Estaba en la casa de la Dora freudiana y no podía ser menos. Había que darle letra al maestro. Leía el documento de los pibes del MAS, le firmaba el petitorio a la del PTS y a veces también se tomaba unos mates en el barcito de la JP. Nunca se acercaba a la mesa del la Franja.  Después seguía hasta su aula. 

Pero ese día no iba a tener la previa de los pasillos.

Al dejar su mochila en la oficina advirtió un movimiento raro. No sabía que era. En el camino hacia el baño se acordó del robo a la secretaria. Cuando pensó en ella la vio ahí sentada, en el espacio en donde comían y a la tarde tomaban café. También estaba la señora que hacía la limpieza y la piba de informática.

“Quedate”, le dijo la secretaria.

No tuvo que acercarse la silla. Había una vacía.

La estaban esperando.

III

Se sentó, como indecisa. En realidad ella iba al baño pero le pareció que no había clima para posponer esa reunión de oficina.

“Es por el robo”, aclaró la secretaria, como si fuera necesario. Y después de observar un segundo cómo todas asentían, empezó a hablar.

“Acá sabemos que estamos para ayudarnos, ¿no?”

La secretaria era una de esas mujeres que cuando hablan lo hacen con fallo y con sentencia. Le gustaba ese momento y miraba a su ínfima platea como si fuera el estadio completo de un acto presidenciable. Después de la primera frase hizo foco en una persona en especial. A un costado quedaron la de informática y la mujer encargada de la limpieza. Apuntaba a ella, a la cadeta, que seguía el discurso de esa especie de jefa pero también pensaba en que tenía que ir al baño.

“Si alguien necesita dinero no tiene más que pedir. Robar…”. Pausa más larga de lo necesario. “Eso nunca pasó hasta ahora en nuestra oficina.”.

Tuvo que armarse el escenario en un minuto. La silla, que le estaba destinada. Unas palabras que parecían dedicadas.

La estaban acusando.

 “Acá todas nos conocemos mucho, somos buenas compañeras. Nos queremos”. La secretaria usó mirada general para decir lo último.

¿Habría estudiado oratoria o le salía naturalmente ese manejo de la mirada y la palabra? ¡Qué lástima!, pensó la cadeta, tanto despliegue para tan poco público. Las otras dos no decían nada.

“Todavía estamos a tiempo de que el ladrón se arrepienta”, siguió, amenazante, con cambio de foco. “No es necesario que lo diga. Puede devolver la plata de manera anónima. Nadie la va a juzgar. Todos podemos equivocarnos”.

Calculó rápidamente. Si preguntaba “¿me estás acusando a mí?”, la secretaria le iba a contestar “no sé por qué pensás eso”. No tenía que darse por aludida. Pero era muy difícil porque era la aludida. Y mientras escuchaba, analizaba de qué manera hubiera pergeñado los dos crímenes si ella fuera la culpable. Estaba claro cómo se hubiera gerenciado el dinero que le dieron para su trámite pero ¿cuándo se habría metido en la cartera de la secretaria? Seguramente la mujer tenía su teoría.

Ni bien sus ojos hicieron contacto directo, la dueña de la palabra dio por terminada la reunión. Se levantaron todas. La cadeta también, y se fue al baño. Cuando salió ya no había nadie.

Esa noche no durmió. O casi no durmió. Es que se molestaba constantemente con una idea que hasta parecía obsesiva porque no tenía manera de desarmarla. Más que una idea era una pregunta. Por suerte no se cruzó con nadie en el desayuno. Sus viejos se habían ido de viaje y el hermano estaba encerrado en su cuarto. Prefería no hablar. Incluso la tarde anterior había faltado a clase. Con la angustia que tenía no estaba para cruces circunstanciales.

Llegó al consultorio de su psicóloga a las nueve menos cuarto y si bien era temprano tocó el timbre. Saludó -como siempre- se acostó en el diván y comenzó a llorar.

“¿Una puede ser cleptómana y no darse cuenta?”, preguntó.

Ese trabajo había comenzado a enfermarla.

IV

Cleptomanía: propensión patológica al hurto.

La psicoanalista intentó tranquilizarla. "No sos cleptómana", le repetía. Sin embargo la cadeta y también las otras minas de la oficina tenían pocas dudas acerca de quien era el ladrón en esa historia. Ella necesitaba saber si era posible robar y desconocer el acto.

Robar de manera inconsciente.

Si era cleptómana había un misterio para desentrañar. ¿Qué hacía con la plata? ¿La gastaba también de manera inconsciente? Su teoría, la de ser una ladrona, era endeble. Pero no iba a dejar que la idea la abandonara en una sola sesión de terapia. Tenía que cumplir más horas de diván.

En ese tiempo las obsesiones la perseguían hasta enloquecerla. Como cuando cuidaba chicos. Pobre Carolina… Las veces que entraba a su habitación a taparla porque sentía frío y después a destaparla, porque hacía calor. Series completas de quince, veinte minutos de hacer y deshacer. Agotador para cualquier mente. Tal vez, si en esa sesión, en la de la cleptomanía, la psicoanalista hubiera hecho la pregunta correcta. 

Pero no. 

Volver al trabajo después de la reunión acusatoria debe haber sido al menos difícil. No lo recuerda. Guarda en cambio instantáneas en donde elegía comer sola, en alguna plaza. Con su sueldo de cadeta no le daba para sostener todos los días un almuerzo de bar. Y si robaba, esa plata se desviaba hacia lugares que desconocía.

Se acuerda que una vez después del trabajo se cruzó con la piba de informática en la puerta de la facultad, en la de psicología. Su compañera charlaba con los militantes de la Franja. Se saludaron y cada una siguió su camino. Pensó que tal vez no estaba todo perdido porque las dos palabras que se dijeron fueron hasta amenas. Sin embargo ese encuentro fortuito marcó su retirada.

“No la vamos a necesitar por el verano”, le dijo al tiempo la mujer que hacía de segunda del político, esa que hablaba como mina de Barrio Norte y era mina de Barrio Norte. Una vez –se acuerda- le pidió que fuera a comprarle unas medias tipo red. No cuadraban con su estilo. Se la imaginó en una de esas tanguerías tan poco paquetas para una señora de su clase. Tal vez las usaba cuando llegaba a su casa. O con un amante.

“En enero y febrero casi no hay movimiento. En marzo la volvemos a llamar”. La cadeta entendió rápidamente el eufemismo. La estaban echando y no le iban a pagar un mango. No se acuerda si estaba en blanco o en negro pero sí está segura que fue al Ministerio de Trabajo para averiguar cómo llevarse aquello qué le correspondía. En ese punto no negociaba con su neurosis. El que estaba en falta era -indudablemente- el otro. 

La llamaron ni bien recibieron su telegrama para avisarle que fuera a buscar su guita. ¿Habrá sido la secretaria la del teléfono? Con el tiempo la cadeta había descartado la teoría de la cleptómana. Ahora pensaba que en todo ese asunto de la cartera y el billete había tufillo a auto robo. También su parte más paranoide –su cuadro era florido, no sólo vivía de obsesiones- llegó a imaginar una cama en su contra.  

“Usted es muy jovencita y no tiene por qué saberlo. Pero irse mal de un trabajo nunca es bueno. Crea fama de revoltosa –le dijo la estirada cuando fue a recibir su dinero-. Es un consejo que le doy para sus futuras oportunidades laborales”. Mientras la escuchaba se le aparecieron las medias tipo red. Podría haberle preguntado si bailaba tango o si las usaba con un amante. Pero no. Le contestó que no se preocupara por ella. Y la miró. Hasta desafiante.

Una revoltosa.

“Antes de recibir lo suyo va a ir al correo para enviar un telegrama de renuncia –le adelantó mientras firmaba un recibo-. Él la va a acompañar”, completó, y miró hacia la puerta.

Se refería al tipo, al mismo que le había ofrecido el laburo y que era el marido de su amiga. ¿Hacía cuanto tiempo estaba parado, silencioso? Mirá que bien, pensó ella, integró el comité de bienvenida y ahora la despedía.

Ahí nomas se acordó que el tipo en esos día iba a estar fuera de Buenos Aires. ¿No la había llamado su amiga para contarle de las vacaciones?

“Hacete cargo de este muerto, que es tuyo”, le habrán reprochado por teléfono. Y lo hicieron volver anticipadamente, seguro.

Todavía faltaba lo mejor.

V

El tipo la quería.

Todas las semanas ella jugaba con su hija, estudiaba con su mujer y comían juntos. Eran diferentes, sí. Pero el cariño a veces tiene vueltas inexplicables.

En la casa, en familia, ella jamás hacía mención a las boletas de luz, gas o teléfono que le pagaba todos los meses. En la oficina, él nunca preguntaba cómo le había ido en un examen. Esas dos vidas separadas se unieron en el marco de una puerta el día en que la cadeta iba a dejar de serlo.

“¿Qué hacés?”, le preguntó,  sorprendida. Y él la saludó como si fuera una jornada común, una más.

“¿Vamos al correo?”, dijo el tipo mientras la señora de Barrio Norte se paraba y le entregaba un sobre. Antes de salir, la mujer miró a la cadeta. “Piense en lo que le dije. Es por su bien”. Ella no contestó y le dio un beso. ¿Por qué tanta insistencia en cuidarla? ¿Acaso hasta esa mujer tan –cómo decirlo- empaquetada, tenía sentimientos maternales?

“Esperá que saludo”, pidió.

“Que tengas mucha suerte”, le dijo la de informática. La señora de la limpieza había faltado. Tenía a uno de los pibes enfermo. Una lástima. Le hubiera gustado decirle chau.

Tocó la puerta.

La ponía nerviosa acercarse al escritorio de la secretaria. Hacía tiempo que casi ni hablaban. “Permiso”, dijo. “Me voy”. La mujer se paró y la abrazó. Ella se acuerda todavía de su rostro. Estaba rara, como si hubiera decidido callarse. Como si tuviera algo para decir. Hasta cierta culpa advirtió. O lo pensó después. Puede ser. Lo pensó después.

El político no estaba. La señora bien se había ido.

“¿Ya está?”, apuró el tipo.

Se colgó su mochila y salieron.

Ella lo quería. Lo veía en su casa, cuando jugaba con su hijita. Y lo escuchaba reírse con su mujer, su amiga. Alguna vez hasta soñó con una familia parecida. Era chica y pispeaba un estilo de vida en pareja.

Pensaba que la invitaría a tomar un café para darle el sobre con la guita y que le iba a pedir que mandara el telegrama ese mismo día, para no complicarle la cosa.

Pero no.

Ya en la vereda, mientras estiraba el brazo para tomar un taxi el tipo le preguntó si tenía el documento. Cuando subieron al auto, chequeó en su billetera y le dijo que sí, que tenía el DNI.

“Mandamos el telegrama y después te doy tu plata”.

Apenas podía contestarle. La angustiaba darse cuenta que desconfiaba de ella, como si fueran dos desconocidos.

Silencio. 

Él decidió romperlo.

“Te voy a explicar por qué te echaron”.

Se habían terminado los eufemismos.

VI

Pensó que era un chiste. Y se rió. Pero él no se reía.

“Te lo quise contar porque me parece que te puede servir”.

Era la segunda vez en un rato que recibía consejos laborales sin pedirlos.

Intenta reordenar la charla. Le cuesta.

“El tema ya venía cocinado –le había dicho el tipo- pero no querían que el despido se pegara con el robo”.

Entonces le volvieron todos los fantasmas de la cleptomanía. ¿La estaban acusando otra vez de todos los robos? ¿Lo habían mandado para que él se lo dijera? ¿Quiénes lo mandaban? ¿La estirada, la secretaria? 
¿El político?

El taxista se dio vuelta para recibir la guita y ella se bajó del auto. Como si quisiera saber. Y no.

Una vez –recuerda- el tipo le pidió que convenciera a su mujer –su amiga- que el de cadeta no era un laburo para ella. Para su mujer, claro. ¿Por qué le pedía a ella que era cadeta que convenciera a su mujer de las desventajas de ser cadeta?

Así de raro era el tipo. Como si en momentos se olvidara a quién tenía adelante. Tal vez se olvidaba.

Bajó del auto después de pagar y antes de llegar al correo le dijo.

“Te echaron porque piensan que sos espía del MAS”.

Con ganas se rió. Era un chiste. Seguro. Pero el tipo no se rió.

En poco tiempo había sido ladrona, cleptómana y ahora espía.

Entonces se acordó del encuentro con la piba de informática en la facultad y se imaginó a los de la Franja diciendo “pero esta es del MAS”. Poco observadores. En todo caso era del MAS, del PTS y de la JUP.

Y ella que ya no almorzaba con las minas. Y todas habrán empezado a atar facultad con MAS y las opiniones políticas y cómo critica a los radicales y vaya a saber qué otros indicios. Alguna vez ella también se armó una película, y cuando empezás –lo sabía- no terminás hasta que el mayordomo es realmente el asesino.

Pero él. Él era otra cosa.

Lo miraba. El señor del correo le pidió su documento y se lo dio. Estaba en otra parte.

¿Cómo podían suponer que era una espía del MAS si adentro de la oficina estaba el tipo, que la cruzaba en su casa más de una vez por semana?

“Te lo digo porque soy tu amigo”.

Me lo dice porque es mi amigo, pensó. Y no supo por qué se lo decía. ¿Realmente pensaba que se lo decía porque era su amigo?

Caminaron una cuadra. Cree que hablaron pero no sabe y se pararon en el cartelito del 60, su colectivo.

“Ey, tu plata”. Se dio cuenta que tenía el brazo estirado con su sobre.

Se lo recibió y lo miró. Pero no le preguntó. ¿Por qué no le preguntó? También se pregunta por qué no le preguntaron o por qué no se preguntó en esa sesión de psicoanálisis en donde estaba tan segura -se ve que no era de preguntarse- por qué en esa sesión en que estaba tan segura de que era cleptómana no le preguntaron de qué era culpable en verdad.

¿Sabría el político, ese que alguna vez le habló de sus libros, que la echaban porque era infiltrada del MAS?

¿La secretaria le quiso decir qué cuando la abrazó y la miró?

¿Qué había para espiar?

Muchas veces su psicoanalista le erraba en la intervención. Como esa vez en que no le preguntó de qué era culpable.

Le hubiera ayudado preguntarse.

¿De qué era culpable la cadeta?

Es tarde.

Ya es otra.

Fin





martes, 10 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (VI)

(Leé primero las cinco entregas anteriores)

Pensó que era un chiste. Y se rió. Pero él no se reía.

“Te lo quise contar porque me parece que te puede servir”.

Era la segunda vez en un rato que recibía consejos laborales sin pedirlos.

Intenta reordenar la charla. Le cuesta.

“El tema ya venía cocinado –le había dicho el tipo- pero no querían que el despido se pegara con el robo”.

Entonces le volvieron todos los fantasmas de la cleptomanía. ¿La estaban acusando otra vez de todos los robos? ¿Lo habían mandado para que él se lo dijera? ¿Quiénes lo mandaban? ¿La estirada, la secretaria? 
¿El político?

El taxista se dio vuelta para recibir la guita y ella se bajó del auto. Como si quisiera saber. Y no.

Una vez –recuerda- el tipo le pidió que convenciera a su mujer –su amiga- que el de cadeta no era un laburo para ella. Para su mujer, claro. ¿Por qué le pedía a ella que era cadeta que convenciera a su mujer de las desventajas de ser cadeta?

Así de raro era el tipo. Como si en momentos se olvidara a quién tenía adelante. Tal vez se olvidaba.

Bajó del auto después de pagar y antes de llegar al correo le dijo.

“Te echaron porque piensan que sos espía del MAS”.

Con ganas se rió. Era un chiste. Seguro. Pero el tipo no se rió.

En poco tiempo había sido ladrona, cleptómana y ahora espía.

Entonces se acordó del encuentro con la piba de informática en la facultad y se imaginó a los de la Franja diciendo “pero esta es del MAS”. Poco observadores. En todo caso era del MAS, del PTS y de la JUP.

Y ella que ya no almorzaba con las minas. Y todas habrán empezado a atar facultad con MAS y las opiniones políticas y cómo critica a los radicales y vaya a saber qué otros indicios. Alguna vez ella también se armó una película, y cuando empezás –lo sabía- no terminás hasta que el mayordomo es realmente el asesino.

Pero él. Él era otra cosa.

Lo miraba. El señor del correo le pidió su documento y se lo dio. Estaba en otra parte.

¿Cómo podían suponer que era una espía del MAS si adentro de la oficina estaba el tipo, que la cruzaba en su casa más de una vez por semana?

“Te lo digo porque soy tu amigo”.

Me lo dice porque es mi amigo, pensó. Y no supo por qué se lo decía. ¿Realmente pensaba que se lo decía porque era su amigo?

Caminaron una cuadra. Cree que hablaron pero no sabe y se pararon en el cartelito del 60, su colectivo.

“Ey, tu plata”. Se dio cuenta que tenía el brazo estirado con su sobre.

Se lo recibió y lo miró. Pero no le preguntó. ¿Por qué no le preguntó? También se pregunta por qué no le preguntaron o por qué no se preguntó en esa sesión de psicoanálisis en donde estaba tan segura -se ve que no era de preguntarse- por qué en esa sesión en que estaba tan segura de que era cleptómana no le preguntaron de qué era culpable en verdad.

¿Sabría el político, ese que alguna vez le habló de sus libros, que la echaban porque era infiltrada del MAS?

¿La secretaria le quiso decir qué cuando la abrazó y la miró?

¿Qué había para espiar?

Muchas veces su psicoanalista le erraba en la intervención. Como esa vez en que no le preguntó de qué era culpable.

Le hubiera ayudado preguntarse.

¿De qué era culpable la cadeta?

Es tarde.

Ya es otra.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (V)

El tipo la quería.

Todas las semanas ella jugaba con su hija, estudiaba con su mujer y comían juntos. Eran diferentes, sí. Pero el cariño a veces tiene vueltas inexplicables.

En la casa, en familia, ella jamás hacía mención a las boletas de luz, gas o teléfono que le pagaba todos los meses. En la oficina, él nunca preguntaba cómo le había ido en un examen. Esas dos vidas separadas se unieron en el marco de una puerta el día en que la cadeta iba a dejar de serlo.

“¿Qué hacés?”, le preguntó,  sorprendida. Y él la saludó como si fuera una jornada común, una más.

“¿Vamos al correo?”, dijo el tipo mientras la señora de Barrio Norte se paraba y le entregaba un sobre. Antes de salir, la mujer miró a la cadeta. “Piense en lo que le dije. Es por su bien”. Ella no contestó y le dio un beso. ¿Por qué tanta insistencia en cuidarla? ¿Acaso hasta esa mujer tan –cómo decirlo- empaquetada, tenía sentimientos maternales?

“Esperá que saludo”, pidió.

“Que tengas mucha suerte”, le dijo la de informática. La señora de la limpieza había faltado. Tenía a uno de los pibes enfermo. Una lástima. Le hubiera gustado decirle chau.

Tocó la puerta.

La ponía nerviosa acercarse al escritorio de la secretaria. Hacía tiempo que casi ni hablaban. “Permiso”, dijo. “Me voy”. La mujer se paró y la abrazó. Ella se acuerda todavía de su rostro. Estaba rara, como si hubiera decidido callarse. Como si tuviera algo para decir. Hasta cierta culpa advirtió. O lo pensó después. Puede ser. Lo pensó después.

El político no estaba. La señora bien se había ido.

“¿Ya está?”, apuró el tipo.

Se colgó su mochila y salieron.

Ella lo quería. Lo veía en su casa, cuando jugaba con su hijita. Y lo escuchaba reírse con su mujer, su amiga. Alguna vez hasta soñó con una familia parecida. Era chica y pispeaba un estilo de vida en pareja.

Pensaba que la invitaría a tomar un café para darle el sobre con la guita y que le iba a pedir que mandara el telegrama ese mismo día, para no complicarle la cosa.

Pero no.

Ya en la vereda, mientras estiraba el brazo para tomar un taxi el tipo le preguntó si tenía el documento. Cuando subieron al auto, chequeó en su billetera y le dijo que sí, que tenía el DNI.

“Mandamos el telegrama y después te doy tu plata”.

Apenas podía contestarle. La angustiaba darse cuenta que desconfiaba de ella, como si fueran dos desconocidos.

Silencio. 

Él decidió romperlo.

“Te voy a explicar por qué te echaron”.

Se habían terminado los eufemismos.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (IV)

(Leé primero las tres entregas anteriores)

Cleptomanía: propensión patológica al hurto.

La psicoanalista intentó tranquilizarla. "No sos cleptómana", le repetía. Sin embargo la cadeta y también las otras minas de la oficina tenían pocas dudas acerca de quien era el ladrón en esa historia. Ella necesitaba saber si era posible robar y desconocer el acto.

Robar de manera inconsciente.

Si era cleptómana había un misterio para desentrañar. ¿Qué hacía con la plata? ¿La gastaba también de manera inconsciente? Su teoría, la de ser una ladrona, era endeble. Pero no iba a dejar que la idea la abandonara en una sola sesión de terapia. Tenía que cumplir más horas de diván.

En ese tiempo las obsesiones la perseguían hasta enloquecerla. Como cuando cuidaba chicos. Pobre Carolina… Las veces que entraba a su habitación a taparla porque sentía frío y después a destaparla, porque hacía calor. Series completas de quince, veinte minutos de hacer y deshacer. Agotador para cualquier mente. Tal vez, si en esa sesión, en la de la cleptomanía, la psicoanalista hubiera hecho la pregunta correcta. 

Pero no. 

Volver al trabajo después de la reunión acusatoria debe haber sido al menos difícil. No lo recuerda. Guarda en cambio instantáneas en donde elegía comer sola, en alguna plaza. Con su sueldo de cadeta no le daba para sostener todos los días un almuerzo de bar. Y si robaba, esa plata se desviaba hacia lugares que desconocía.

Se acuerda que una vez después del trabajo se cruzó con la piba de informática en la puerta de la facultad, en la de psicología. Su compañera charlaba con los militantes de la Franja. Se saludaron y cada una siguió su camino. Pensó que tal vez no estaba todo perdido porque las dos palabras que se dijeron fueron hasta amenas. Sin embargo ese encuentro fortuito marcó su retirada.

“No la vamos a necesitar por el verano”, le dijo al tiempo la mujer que hacía de segunda del político, esa que hablaba como mina de Barrio Norte y era mina de Barrio Norte. Una vez –se acuerda- le pidió que fuera a comprarle unas medias tipo red. No cuadraban con su estilo. Se la imaginó en una de esas tanguerías tan poco paquetas para una señora de su clase. Tal vez las usaba cuando llegaba a su casa. O con un amante.

“En enero y febrero casi no hay movimiento. En marzo la volvemos a llamar”. La cadeta entendió rápidamente el eufemismo. La estaban echando y no le iban a pagar un mango. No se acuerda si estaba en blanco o en negro pero sí está segura que fue al Ministerio de Trabajo para averiguar cómo llevarse aquello qué le correspondía. En ese punto no negociaba con su neurosis. El que estaba en falta era -indudablemente- el otro. 

La llamaron ni bien recibieron su telegrama para avisarle que fuera a buscar su guita. ¿Habrá sido la secretaria la del teléfono? Con el tiempo la cadeta había descartado la teoría de la cleptómana. Ahora pensaba que en todo ese asunto de la cartera y el billete había tufillo a auto robo. También su parte más paranoide –su cuadro era florido, no sólo vivía de obsesiones- llegó a imaginar una cama en su contra.  

“Usted es muy jovencita y no tiene por qué saberlo. Pero irse mal de un trabajo nunca es bueno. Crea fama de revoltosa –le dijo la estirada cuando fue a recibir su dinero-. Es un consejo que le doy para sus futuras oportunidades laborales”. Mientras la escuchaba se le aparecieron las medias tipo red. Podría haberle preguntado si bailaba tango o si las usaba con un amante. Pero no. Le contestó que no se preocupara por ella. Y la miró. Hasta desafiante.

Una revoltosa.

“Antes de recibir lo suyo va a ir al correo para enviar un telegrama de renuncia –le adelantó mientras firmaba un recibo-. Él la va a acompañar”, completó, y miró hacia la puerta.

Se refería al tipo, al mismo que le había ofrecido el laburo y que era el marido de su amiga. ¿Hacía cuanto tiempo estaba parado, silencioso? Mirá que bien, pensó ella, integró el comité de bienvenida y ahora la despedía.

Ahí nomas se acordó que el tipo en esos día iba a estar fuera de Buenos Aires. ¿No la había llamado su amiga para contarle de las vacaciones?

“Hacete cargo de este muerto, que es tuyo”, le habrán reprochado por teléfono. Y lo hicieron volver anticipadamente, seguro.

Todavía faltaba lo mejor.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (III)

Se sentó, como indecisa. En realidad ella iba al baño pero le pareció que no había clima para posponer esa reunión de oficina.

“Es por el robo”, aclaró la secretaria, como si fuera necesario. Y después de observar un segundo cómo todas asentían, empezó a hablar.

“Acá sabemos que estamos para ayudarnos, ¿no?”

La secretaria era una de esas mujeres que cuando hablan lo hacen con fallo y con sentencia. Le gustaba ese momento y miraba a su ínfima platea como si fuera el estadio completo de un acto presidenciable. Después de la primera frase hizo foco en una persona en especial. A un costado quedaron la de informática y la mujer encargada de la limpieza. Apuntaba a ella, a la cadeta, que seguía el discurso de esa especie de jefa pero también pensaba en que tenía que ir al baño.

“Si alguien necesita dinero no tiene más que pedir. Robar…”. Pausa más larga de lo necesario. “Eso nunca pasó hasta ahora en nuestra oficina.”.

Tuvo que armarse el escenario en un minuto. La silla, que le estaba destinada. Unas palabras que parecían dedicadas.

La estaban acusando.

 “Acá todas nos conocemos mucho, somos buenas compañeras. Nos queremos”. La secretaria usó mirada general para decir lo último.

¿Habría estudiado oratoria o le salía naturalmente ese manejo de la mirada y la palabra? ¡Qué lástima!, pensó la cadeta, tanto despliegue para tan poco público. Las otras dos no decían nada.

“Todavía estamos a tiempo de que el ladrón se arrepienta”, siguió, amenazante, con cambio de foco. “No es necesario que lo diga. Puede devolver la plata de manera anónima. Nadie la va a juzgar. Todos podemos equivocarnos”.

Calculó rápidamente. Si preguntaba “¿me estás acusando a mí?”, la secretaria le iba a contestar “no sé por qué pensás eso”. No tenía que darse por aludida. Pero era muy difícil porque era la aludida. Y mientras escuchaba, analizaba de qué manera hubiera pergeñado los dos crímenes si ella fuera la culpable. Estaba claro cómo se hubiera gerenciado el dinero que le dieron para su trámite pero ¿cuándo se habría metido en la cartera de la secretaria? Seguramente la mujer tenía su teoría.

Ni bien sus ojos hicieron contacto directo, la dueña de la palabra dio por terminada la reunión. Se levantaron todas. La cadeta también, y se fue al baño. Cuando salió ya no había nadie.

Esa noche no durmió. O casi no durmió. Es que se molestaba constantemente con una idea que hasta parecía obsesiva porque no tenía manera de desarmarla. Más que una idea era una pregunta. Por suerte no se cruzó con nadie en el desayuno. Sus viejos se habían ido de viaje y el hermano estaba encerrado en su cuarto. Prefería no hablar. Incluso la tarde anterior había faltado a clase. Con la angustia que tenía no estaba para cruces circunstanciales.

Llegó al consultorio de su psicóloga a las nueve menos cuarto y si bien era temprano tocó el timbre. Saludó -como siempre- se acostó en el diván y comenzó a llorar.

“¿Una puede ser cleptómana y no darse cuenta?”, preguntó.

Ese trabajo había comenzado a enfermarla.