martes, 19 de marzo de 2013

Escena iniciática

Mellizas, tres años, dicen.

M: “A ella no la queremos.  A él sí”.
E: “Sí, a ella no la queremos. A él lo queremos mucho muchas veces”.

¿Quién propuso la consigna?
¿Fue M y después E se sumó?
¿Es E desde la sombra la autora intelectual y M ejecuta?
¿O es una bandería montada deliberadamente entre E y M?

Preguntas que acompañan el primer registro escrito de un acto de asociación ilícita verbal pergeñado entre dos de tres.

Nueva suposición.
¿Existe y se esconde un tercero que alecciona?

La investigación continúa.

sábado, 9 de marzo de 2013

Tráfico literario


Aunque somos dos chicas de más de 40, Dani y yo estamos conectadas a través de todas las redes que tenemos a mano. El otro día le conté una escena que la involucra por mensajito de whatsapp. “Así somos los libros y las personas”, contestó ella. Por whatsapp. Y tiene razón.

La historia detrás de la escena
Elsa –mi vieja- subraya todo libro que lee. Jordana –que a veces lee los libros de Elsa- odia sus anotaciones. Dani también marca los textos.

Dani llega a casa con dos de sus chicos y dos libros. Los chicos, los mellis, Fran y Mati. Los libros, “Lengua madre” –delicia, de María Angélica Andruetto- y “Escribir”, de Marguerite Duras. Dani se va y quedan Fran y Mati, amigos de Cami, mi hija, la que no es melliza. También me deja a Duras y a Andruetto.

Entonces viene Elsa. La vieja siempre llega con bolsita y libros.

Despliega. Quita. Pone. Todo está permitido entre nosotras.

Otro día
Vieja, ¿es posible que te hayas llevado “Escribir”?
Si, lo estoy leyendo. Es increíble.
Vieja, es de Dani. Por favor no lo subrayes.

Es que Elsa es peligrosa. Y lo digo con conocimiento de causa. Escribe libros prestados. Y ese título de Marguerite...

"Escribir" no es el original de Dani, ese que leyó y marcó. Es que lo prestó y no se lo devolvieron. Ahora soy una vil intermediaria entre una que presta y otra que debe devolver.

Pero Elsa sí devuelve “Escribir”. Y está encantada. Es tan intenso, dice, o algo parecido. Miro rápidamente las hojas. Alivio. Está igualito, igualito a como Dani me lo prestó. Hay que admitir que la vieja manejó bien su adicción a las marcas.

La escena
“Escribir” está sobre la mesa. Me espera. Pero de repente.

En mi biblioteca, entre otros libros me encuentro con “Escribir”, de Marguerite Duras.

Miro a la mesa. Miro a la biblioteca.

“Escribir” en la mesa y en la biblioteca.

En la mesa
La primera hoja dice Daniela.

En la biblioteca
La primera hoja dice.
“Elsa”.

Reconstrucción del hecho
Yo le robé “Escribir” a Elsa (Dani, despreocúpate, a vos te lo voy a devolver). Uno puede suponer que Elsa lo compró y yo me lo robé antes de que ella  llegara a leerlo.

Pero no, definitivamente no. Existen pruebas irrefutables para afirmarlo. ¿Cuáles?

¡Está subrayado! Por Elsa. (Jordi, abstenete, vas a odiar sus marcas).

Y sin embargo lo leyó una segunda vez como si nunca lo hubiera conocido. Y lo adoró casi a primera vista.

Mensajes después de la escena
Dani. Whatsapp. “Así somos los libros y las personas. Nos escondemos, nos encontramos, nos desencontramos. Volvemos a aparecer…”.

Silvina. Whatsapp. “Te voy a tener que citar, Azulay. Ah.  ¿Le puedo prestar “Lengua Madre” a Vale?”

Dani. Whatsapp. “Obvio”.

El tráfico continúa.

Apostilla
“Escribir”.

Marguerite lo asegura. Para escribir se necesita soledad y silencio.

Mi realidad es tan distinta...

Mientras intento la letra en la computadora Cami no para de pedir pintura en aerosol. Y ese es sólo un azulejo que muestra el piso.

¿Será una de las razones por las cuales soy una lectora que al momento se conforma con ser escribidora?

Ya llegarán otros tiempos.

Jordi, tal vez algún día hasta completo esa historia que vos me pedís y yo no puedo seguir.

Epílogo
Cami, ¿te gustó?

Si, ¿puedo ir a comprar aerosol?

sábado, 2 de marzo de 2013

Steinberg puro


Es largo y tal vez se te hace pesado, dice Steinberg, que trabaja en marketing pero que no usa su oficio para venderse a si misma. ¡Y para colmo miente! El texto es magnético.

La conozco desde hace siete años. Hace dos me enteré que escribe. Y a fines del año pasado tuve el placer de meterme en uno de sus cuentos.

En la vida real Steinberg cuenta y se cuenta con humor. No sólo humor. Es humor e ironía. Relata a través de caricaturas e interpreta los relatos. Ivana es una anti heroína magnífica. Es ella misma un personaje de historietas.

Cuando me dio su cuento me dijo: tengo miedo que te pase como a los lectores de ese escritor que inventó Martin Amis, no me acuerdo en qué libro, en donde a todos les atacaba un dolor de cabeza cuando leían su novela y después lo evitaban, para reservarse la opinión. 

Me acuerdo exactamente cuando lo leí porque nuestros chicos –grandes amigos de la escuela primaria- terminaban su sexto grado y yo me llevé el cuento en un mail que me mandé en el teléfono porque no lo podía dejar y era la hora del acto. Me acuerdo que me daba vergüenza porque estaba con los ojos medio negros, con el rímel corrido. Me acuerdo que me asomé a la puerta para buscarla entre todos los padres porque quería decirle que me había gustado mucho su relato. Me acuerdo también que les dije a otros que había leído un cuento de Ivana y que acababa de descubrir lo bien que escribía.

En un texto que aún no tiene título (o sí, pero está en suspenso) Steinberg relata la agonía, vicisitudes y muerte de un padre, en primera y tercera persona.  Como si no fuera protagonista. O si lo fuera sólo de a ratos. 

Hay humor, ironía,  caricaturas. Y detrás de ese telón, emoción. 

A Ivana la muerte de su padre, o el relato de la muerte de su padre, le parece un cuento de Isaac Bashevis Singer. Es la historia de una muerte judía, si la muerte tiene religión. Pero en clave de sainete italiano. 

Hace poco le pregunté si podía incluirlo en mi blog.

Es puro y profundo Steinberg.
Aquí va.


En una peluquería de barrio, de esas en las que se ven señoras que tienen en el pelo una pasta violeta que huele a amoníaco, esperaba mi turno y no podía  dejar de escuchar a dos vecinas que hablaban sobre otra que había perdido a su esposo, y que contrariamente a lo que la señora creía (que iba a sentirse liberada tras la muerte del marido) la pasaba muy mal y le costaba tanto atravesar el duelo que ya no salía a la vereda, ni iba a la peluquería. Mientras las vecinas charlaban en la zona de lavado de cabezas, otra señora, también de mucha edad, que como yo esperaba un turno para “hacerse las manos”,  se secó un par de lágrimas que le brotaron de la nada, a solas, sin pensar que alguien más  la estaba viendo. Probablemente la señora escuchó la misma historia que yo y se sintió identificada. O no. Tal vez lloraba por otra cosa. Pensé en mi mamá y en que nunca había escrito el cuento de la muerte de Aaron Roisman, mi papá, al que –confieso- siempre le vi  potencial como historia. Voy a contarla en primera persona, o tal vez no.

Cuando te avisan que alguien está enfermo, y tenés una edad en la que todavía recibiste poco de los famosos golpes de la vida, la reacción más común es el descrédito. Era el mes de junio y en febrero, Aaron  ya había dicho: "me quedan seis meses de vida". Y se lo podía ver sentado, mirando un punto fijo, cada tanto haciendo con la cabeza un gesto de "no" y un chasquido de lengua, como quien dice "qué cagada". Pero ninguno de los de la familia le prestaba demasiada atención. Lo cierto es que nadie puede saber cuánto le queda de vida. Y cuando el que habla de este tema es alguien que ya cumplió 80 años, bueno, se tiende a minimizar la importancia de tener sólo seis meses de vida. O más bien, lo que se hace es mandar a callar esa voz que insiste sobre la fugacidad de la vida, argumentado que todos nos vamos a morir, que mejor no hablar de eso, etc.  Cuando el que pronuncia estas sentencias de muerte anunciada es –además de anciano- médico, la irritación es aún mayor, y la sugerencia que se le da al posible moribundo es que deje de autoanalizar sus síntomas, que piense en otra cosa, que “¿qué necesidad hay de mortificarnos con eso, ahora?”

-Ya me molesta la luz, tengo fotofobia, otro síntoma de que la urea sube, de que los riñones ya no me sirven.  

Para los legos en medicina, y en anatomía en general, la vista y los riñones no tienen nada que ver. Ese verano usó unos anteojos de sol que eran de su mujer, unos anteojos con montura grande, tipo de diva del cine italiano, que en él parecían de ídolo del rock nacional. 

Cuando mi tía me abrió la puerta del departamento, me dijo, “querida no te asustes, papito está en el suelo, más cómodo” Me asomé al dormitorio, y efectivamente, estaba tirado en el piso, durmiendo de lado, como un croto. Durante la noche, habría perdido el control del cuerpo y se había caído al suelo, haciendo bastante ruido, aunque ninguna de las mujeres que dormían en la casa se despertaron. Seguro que a mitad de la noche alguien se levantó a chequear  cómo estaba, pero nadie lo escuchó cuando cayó.

Aaron Roisman era sordo. Esa noche, como en un Pedro y el Lobo familiar, al sordo nadie lo escuchó golpear su cuerpo de más de 90 kilos contra el suelo de madera. Ver a alguien tirado en el piso, desparramado, es un poco como verlo muerto. Parece que caerse de una cama puede provocar una fractura de columna cuyas secuelas pueden ser paraplejia momentánea o permanente. Incluso se sabe de personas que murieron por caerse de la cama.  Pero él debe haber caído “bien”, porque ahí estaba –vivo- aunque inconsciente. En una inconsciencia previa a la caída, en la que había “entrado” la noche del jueves, después de pasar por un delirio bastante amable en el que empujaba una silla de la cocina, mientras estaba sentado en otra igual, con la cabeza metida entre los hombros, adentro de un piyama azul, o bordó. ¿O era marrón?

Después del mediodía llegó de visita un pariente, un sobrino político que no aparecía por ahí hacía años y con su ayuda (los brazos de un hombre) fue acomodado sobre un colchón, más alejado de la cama, y más cerca de la ventana. El día anterior su hija había comprado un orinal en uno de esos locales cercanos al Hospital de Clínicas. Comenzaba la promocionada epidemia de gripe A y los locales de artículos hospitalarios estaban saturados de pedidos de barbijos, cuyo precio subía todos los días conforme las noticias anunciaban que la epidemia ya había llegado desde México, cortesía de varios pasajeros infectados que volvían a Buenos Aires.

Su hija y el sobrino lo asearon. Algo que hicieron sólo una vez, y se sentían como que el cielo estaba –para ellos también- un poco más cerca. La verdad es que el sobrino no tenía ninguna obligación de ponerle un pañal o de estar ahí, en el suelo, al lado del colchón, arrodillado, limpiando a un anciano que agoniza. “Un anciano que agoniza.” En ese momento ella no lo veía así. Ella hubiera dicho: mi papá se está muriendo.

En la televisión, las noticias eran todas sobre la epidemia de Gripe A.

Nueve días antes, Aaron había llegado al  Instituto Lanari, un edificio en el medio de un parque con árboles muy altos, o un moridero del servicio social,  donde los ancianos van cuando enferman, a que los alivien a veces, a que los salven, otras, o a que les den la extrema unción de la medicina, recibir un diagnóstico lapidario. La doctora que le dio el alta habló así con la familia:

-Bueno, ahora son cuidados de últimos días.

-¿Cómo últimos días?   -preguntó la hija, sin terminar de procesar el contenido de la noticia.

-Sí, ya no hay nada que hacer.

-¿Y diálisis?

-Podríamos intentar comenzar el proceso, pero él no está interesado y los riñones ya dejaron de funcionar.

Él estaba sentado en la cama del hospital (una cama de hospital prototípica, que cualquiera pensaría que sólo existen en los relatos: Una cama de hierro, con respaldo semicircular pintado de blanco). La hija se le acercó, pensando que aún podía (debía) hacer algo por salvarlo.

-Escucháme viejo, ¿qué tal si te empezás a dializar?

-¿Eh? –seguido del gesto típico del sordo de poner la mano en la oreja y empujar el pabellón hacia afuera como para afinar el canal de entrada del sonido.

-No, que si te empezás a dializar vas a estar mejor –Dicho con la indulgencia con la que se le habla a los niños y a los moribundos.

 -¿Diálisis?  Hay que hacerlo seis horas seguidas, tres veces por semana.

Después agitó las manos en el aire como quien arenga o protesta y gritó: 

-¡Tres veces por semana!
Miró a un costado y dijo:

-No, no tengo interés. A mi edad, no. Tendría que hacer un trasplante, es lo único que me puede salvar. 

Pero no es ético trasplantar a un viejo. Nadie le va a dar un riñón a un tipo de 82 años. Se puede comprar uno por internet, ¿eh?

-Pero te vas a morir. No quiero que te mueras.

La miró con esos ojos medio vacunos que tenía, unos ojos muy tiernos, pero a la vez un poco autistas. -

¿Eh?

La sordera a veces es muy conveniente. Otro anciano, que aún se desplazaba –un paciente ambulatorio- hacía un trámite en una ventanilla. Él lo miró con interés, con esa otra mirada que tenía, que era la mirada curiosa, en general acompañada de un movimiento de la boca, sacando el labio inferior como haciendo un puchero.

–De ahora en más voy a cuidarme y a vestirme con elegancia, como ese señor, fijate qué pinta.  Yo también voy a comprarme un sombrero. Hay que ser elegante, hay que cuidarse. Yo me voy a empezar a vestir bien- Nunca había sentido ninguna emoción por la ropa, en general se vestía con la ropa que le compraba mi mamá que la usaba hasta que se transformaba en un harapo. Cuando no estaba jubilado usaba la chaquetilla para atender en el consultorio, y el ambo para operar en el hospital. En el bolsillo de la ropa de médico llevaba siempre una birome, que se le rompía y le dibujaba lamparones de tinta en los bolsillos. En la casa andaba en piyama, o con los harapos, o con alguna cosa nueva que le habían comprado: Chombas color pastel, talle 56 que se le apretaban a la panza, que le asomaba picuda, por una hernia que tenía ahí. Los pantalones eran del traje, con los bolsillos llenos de plata, monedas, paquetes de puchos, encendedores.  En una época solo se vestía con traje y corbata, incluso los domingos, pero no por elegancia, sino por no saber qué otra ropa usar.

Para salir del hospital te ofrecen una silla de ruedas que podés manejar hasta el estacionamiento al aire libre en un medio día de finales de junio, soleado, frío. Hoy lo recuerdo casi como un día alegre. Todavía vivían mis padres, es algo que puedo decir hoy, como dicen las personas mayores.  Tengo la sensación de que mi mamá estaba ansiosa porque finalmente ocurriera. Había imaginado varias veces cómo sería su vida si él se muriera. Iba a poder viajar, irse los fines de semana al campo, salir con sus amigas al Bingo, pasar semanas en la casa de su hijo. Todas rutinas que igual practicaba, pero con cierta limitación por tener que volver “a atender a tu padre”. Cuando la persona aún vive hay cierto deseo de que el enfermo se muera. No sabemos muy bien para qué o a qué responde ese deseo. Lo que se dice habitualmente es que es para terminar de una vez el sufrimiento del enfermo "esto no es vida para él" y también para terminar con las complicaciones de los familiares "no es vida para él ni para nadie" --habría dicho mi mamá. Sin embargo yo creo que ese deseo se parece un poco a la ansiedad que nos provocan los momentos críticos, que siempre queremos que ya hayan pasado, porque el miedo, creo, es el miedo al sufrimiento. Fuimos al departamento, yo salí a comprar sanguchitos de miga y facturas a la panadería de enfrente. Comimos, tomamos café, él se acostó a dormír. Dijo que se sentía muy bien. Parecía un bebé, o un animal lastimado, de repente era amable, era suave. De repente se empezaba a convertir en un ídolo. El super padre que nunca había sido para mí. Ojo,  era un buen papá, pero yo no recuerdo haberlo idolatrado, ni amado, ni armado la famosa relación edípica con él; un hermano mucho mayor tal vez se había quedado con ese puesto de papi, quedando mi viejo en el lugar de abuelo, de viejo choto, para siempre. Me fui al trabajo. Pero ya no era la misma hija que pensaba que había tiempo. Últimos días. No muchas personas reciben notificación sobre sus últimos días, -pensé.  Si tuviera que elegir entre saber cuándo llega el final y no saber, hoy pienso que “preferiría no saberlo”.  La incertidumbre sobre el momento de la propia muerte es mucho más piadosa que la notificación “últimos días”.


****

Bajó la temperatura y caía algo que el noticiero llamaba “aguanieve”, un ingrediente insustituible en una epidemia de gripe. Caminamos con mi primo (el sobrino político) hasta la casa donde vivía entonces con mi familia, uno de los niños tenía un cumpleaños. Lo llevamos bien abrigado hasta el Mc Donalds. En el camino fuimos charlando. Yo le decía que en dos días tenía un viaje de trabajo a Venezuela, o a Miami, ya no me acuerdo, que me habían invitado a un seminario, donde además, iba a conocer a la nueva gerencia de la empresa. Mi primo me dijo que no me preocupara por eso, que ya iba a ver yo cómo las cosas se desarrollaban. Mi primo sabía que mi papá a lo mejor se moría mientras nosotros caminábamos hasta el pelotero, que a lo mejor se moría en el suelo de su habitación, donde correctamente debería quedar una vez muerto si hubiéramos sabido algo sobre los rituales judíos para con los muertos. Pero entonces no sabíamos –ni queríamos saber- nada de rituales, ni de muertes. A la religión (y su relación con la muerte, que en suma, creo que es su única razón de ser) se accede a través de la desesperación que provoca asumirse como un muerto que camina. Igual que para una comadrona es transparente cuándo una mujer va a parir, para alguien que ya vio morir gente –el caso del sobrino-  era claro que se trataba de “últimas horas”.

-Es que tengo que emitir el pasaje hoy, o si no pierdo la reserva. Y no sé cómo va a seguir esto de mi viejo –debo haber dicho algo así, con cara de ingenua-

Por momentos la confirmación “últimos días” tomaba un carácter de falsedad o de irrealidad. Ya habían pasado 9 últimos días y él seguía vivo.  “Ésto de mi viejo” en realidad era “la muerte de mi viejo”, pero esa dulzura que a veces tiene la psique, me negaba ese panorama.  Se había caído de la cama, se había hecho encima, respiraba con dificultad y estaba de color blanco. Todo eso lo veo ahora. Ese día me parecía que podía seguir así mucho tiempo más y que yo podía ir y volver de Miami para verlo morir. Pensaba que había tiempo. 

En el salón de fiestas donde debía haberse festejado el cumpleaños número 8 de Guadalupe Cárdenas la escena también era deprimente. Al festejo no había  llegado ningún invitado.  La animadora usaba barbijo, la nena del cumpleaños dejó de llorar cuando vio que alguien llegaba y que traía un paquete que parecía un regalo.  La madre miraba y hacía cuentas. Le habían cobrado por cabeza, pero no había nadie. ¿Le harían descuento? Volví al departamento. Todo seguía igual. Mi otra prima, acababa de llegar temprano del trabajo y se asomó a ver cómo habíamos acomodado al tío encima de un colchón. Le habían dado permiso para salir más temprano por la epidemia de gripe A. De hecho, habían declarado asueto en todas las escuelas y varios edificios públicos habían cerrado.  La epidemia de gripe A había caído convenientemente en pleno invierno. Las madres de niños pequeños, cuyas clases estaban suspendidas, no dejaban salir a los chicos a ninguna parte. Esa era la explicación de la deserción en el cumpleaños. La nena  había cumplido años en el verano y su mamá había conseguido por primera vez  reunir el dinero para celebrar invitando a toda la clase. Valía la pena la inversión, pensó la mamá, sin contar que gracias a una extravagante campaña publicitaria de los laboratorios que estaban desarrollando una vacuna antigripal específica se iba a declarar una epidemia peligrosísima que presuntamente podía acabar con un porcentaje alto de la población, contando sus víctimas preferidas entre los niños y los viejos, las embarazadas y las personas con enfermedades crónicas. ¿Para qué arriesgarse? -pensaban las madres más pensantes, sin contar a las madres menos pensantes que también pensaban lo mismo gracias a la televisión, los diarios, la internet y el boca a boca.

Se hizo de noche en el departamento donde ocurría este drama. La hija y la esposa decidieron llamar al médico aunque esperaban su muerte de un momento a otro. ¿Para qué lo llamaron?  Tal vez para confirmar el veredicto, o para que  las acompañara a asistir la escena. Quién sabe si las estadísticas incluyeron a Aaron Roisman entre los muertos de la epidemia.

Llegó el médico, vestido de civil, bajito, de pelo negro, y les dijo:

-¿Qué están haciendo con el enfermo en el suelo, sin atenderlo, sin oxigenarlo, sin conectarlo a un respirador?  ¿Qué creen que están haciendo?

-Mi marido es médico y quiere morir tranquilo, sin que lo molesten. En un lugar agradable y no en esos hospitales asquerosos. ¿Entiende?  --Contestó la Sra. De Roisman con aire de superioridad.

-A mí no me importa, señora. Mi deber es salvar vidas y atender a los pacientes. Voy a ordenar -esta palabra la dijo con dureza-  la internación.

Le mostraron los análisis que declaraban que sus riñones ya habían dejado de funcionar hacía 9 días básicamente porque él nunca había aceptado dializarse porque no tenía ganas de que lo enchufaran a sondas y a cables tres veces por semana. Esos análisis eran la prueba de que efectivamente se estaba muriendo y de que no se podía hacer nada, salvo esperar. El doctor insistió con que había que internarlo, que la familia no podía tomar la decisión de no asistirlo, que era una barbaridad.

Mi hermano llegó junto con los muchachos médicos de urgencia (los que había llamada el médico vestido de paisano) que van en ambulancia y cuando entran en tu casa llegan vestidos de blanco, con zapatillas de correr y gorrito de quirófano en la cabeza. Como los médicos de Grey´s Anatomy, o como mi papá cuando llegaba de la Guardia con los bolsillos del ambo llenos de frasquitos de los que se usan para cargar jeringas. Nunca supe para qué los traía a la casa. Los dejaba en el aparador de las tazas. Creo que eran de Curare o alguna otra sustancia peligrosa que se usa para anestesiar personas. El médico de urgencia era joven, grandote, con la cabeza rapada como corresponde a los que trabajan en la brigada de emergencias: Nicholas Cage, de paramédico en la película de Scorsese.

-Ya está con respiración agónica. Podemos trasladar, pero va a ser invasivo. A menos que se muera por el camino. ¿No tienen un médico amigo en Capital Federal que les haga un certificado de defunción? -dijo el doctor. Podemos trasladar,  pero sí, va a ser invasivo. Va a haber que intubar.

-Nosotros tenemos muchos amigos médicos, pero todos de provincia. –“manga de provincianos”, pensé para mis adentros.

-Y todos están muertos, además. Ya no tenemos amigos médicos. –dije yo, sintiendo por primera vez la precariedad de nuestra situación. Ya no teníamos un padre médico (o pronto no lo íbamos a tener más, ya no había amigos médicos vivos en la Capital. Los que vivían estaban en la provincia, no tenían autoridad en la ciudad y evidentemente nuestro padre no había hecho “nuevos amigos médicos” radicados en Capital)

-Él dijo que por favor no lo dializaran. --dijo mi hermano, de repente de acuerdo con la idea de que no se lo llevaran.

- ¿Ustedes que harían si fuera su padre? -les preguntó mi vieja. Ella siempre decía que un vecino del barrio le había dicho esa frase, que en los negocios siempre había que involucrar al otro en el problema de uno- ¿Vos qué harías? Él es médico, anestesista. Siempre dijo que no quería que lo molestaran. -Ellos fueron terminantes:

-Vamos a subirlo a la cama para que esté más cómodo y respire mejor. Los camilleros, forzudos y acostumbrados a mover cuerpos,  lo levantaron como si no pesara nada y lo acomodaron en su cama, le pusieron muchas almohadas bajo la nuca y quedó semireclinado, con los ojos cerrados, la respiración dificultosa, el pulso que disminuía, las manos suaves y tibias.

-Cuando se muera, no llamen al Pami. Porque van a decretar muerte dudosa y ahí interviene la policía, hay que hacer autopsia, ¡un lío!

Era la primera vez que participaba de una conversación sobre la muerte de alguien que todavía estaba vivo. Varias veces ya había escuchado hablar sobre los “preparativos”, pero me parecía -entonces- un gesto irrespetuoso para el aún vivo, y por sobre todo un gesto de desesperanza propio de las personas viejas. Mi papá podía estar escuchando y entendiendo lo que hablábamos. Evidentemente, yo ya estaba en la categoría de personas que hablan sobre el certificado de defunción y sobre el funeral de alguien que aún no murió. En ese momento, llamó la hija de una vecina. ¡Ella era médica! (Toda historia tiene su deus ex machina, y ésta también) Preguntó cómo seguía mi padre, y si los chicos podían ir a jugar al día siguiente. 

-Mi papá está agonizando en su cama. Nos dicen que deberíamos trasladarlo para que se muera en el hospital y no tener problema con el certificado. No sabemos qué hacer- la involucré en mi problema, tal como pregonaba mi mamá.

-Yo te lo hago al certificado, pero mañana porque ya son las 10 y me voy a la cama -le agradecí en varios idiomas y corté el teléfono.  El médico, los paramédicos y los camilleros se fueron. Mi hermano se paró al lado de él y lo miró con un amor y una compasión que no había visto en todo el día. Ya estaba todo listo. Había llegado el hijo mayor, estaba el certificado apalabrado, se acababan de ir el médico del seguro social, que me había parecido muy varonil, muy amigable. Hubiera querido que se quede ahí o que fuera nuestro amigo médico y nos haga él el certificado. Hubiera querido que se quede con nosotros hasta que mi papá se muera. Para que haga el certificado, pero también para saberlo ahí, de blanco. Finalmente íbamos a tener la muerte en casa, pero parece que me hacía falta un médico -un médico vivo- que cuidara de nosotros y de él.
En el departamento estaban mi tía, una prima, mi esposo, mi hijo bebé que corría por ahí como si nada, mi hermano y mi mamá. En la cocina, mi mamá se puso a preparar la cena para todos. Igual había que comer, dijo ella, con la practicidad de las mujeres.

Las mujeres empiezan a mandar en la familia cuando son abuelas, así que todos nos sentamos a la mesa redonda atrás de unos platos azules que tenían la escena de dos enamorados campestres, creo que son dos que se escapan de un cazador, o de un padre que los mata, y el cielo del plato, son como pájaros, que en realidad son ellos, los enamorados. Esos platos se terminaron de romper hacer muchos años, no creo que ese día hayan estado ahí, pero hoy los veo, igual que veo una mesa de fórmica blanca, cuando en realidad era una de madera lustrada.

Cada tanto, me asomaba a su cuarto a ver si aún respiraba. Me daba miedo que se muriera –sólo- mientras comíamos. Yo no probé el churrasco. La carne me parecía errónea. No estaba bien comer carne  mientras alguien se estaba por morir. Comer algo muerto, en el fondo, me parecía también, una falta de respeto a la carne aún viva. Creo que comí espinacas con crema, que mi mamá había hecho porque a mi hermano le gustaban y porque quedaban tan bien con el bife a la plancha.

Después de cenar, hubo más silencio. Los platos ya estaban lavados, el yerno volvió sin el niño, la tía, la prima, y la esposa no hablaban, ni veían televisión. El respiraba con dificultad, Los dos hijos y el yerno estaban al lado de la cama de madera oscura, de una plaza. Sus manos grandes aún tenían pulso y calor. El aire  pasaba por su garganta y volvía a irse, volvía a entrar, tardaba en salir.  El parecía un prócer. Nosotros: mi hermano, mi esposo y yo, como en una escena ya escrita no decíamos nada. La muerte al final es un misterio, o un milagro. Sólo está el aire que entra y que sale, hasta que no vuelve a entrar. Ese soplo que nos “anima”, y que inhalamos cuando lloramos apenas salidos del vientre materno (algo a lo que se le dice espíritu, o alma) y que dejamos ir en el último suspiro: exánimes, sin alma.

Ya se fue –dijo la hija- Y salió a anoticiar a las mujeres. Las dos, como si estuviera ensayado, al unísono se arrodillaron y se pusieron a rezar el Padrenuestro, o el Ave María.  El hijo las empujó, como si estuvieran en el Monte Sinaí adorando ídolos.

-¿Qué hacen de rodillas? ¡Nada de rezos acá!

La madre se puso a llorar. Abrimos la ventana.

-Para que se vaya el alma. –dijo la tía, aportando la proporción mística.

Eran las once de la noche. Dicen que los moribundos esperan a que sus familiares no estén para morirse, porque necesitan privacidad para hacerlo. Un poco como las parturientas. Tal vez por eso mi papá tardó todo el día. Tal vez él sintió ese último olor a churrasco hecho en la plancha de los bifes. Nunca más hice bifes en esas planchas pesadas, con ranuras, que se usaban tanto antes.  Verushka, mi prima, se quedó en la sala sentada en el colchón donde dormía. Tenía 21 años, pero nada la sorprendía, como si ya lo hubiera visto todo. Estaba viviendo en casa de los Roisman mientras buscaba un departamento de alquiler  donde mudarse. Había venido de Rosh Pinah  a vivir en Buenos Aires y dormía en un colchón en el suelo de la sala. El dueño de la casa donde vivía enfermaba y se moría, nada del otro mundo. Esas cosas pasan. Igual estaba triste.

Acostumbradas o recordando otra escena parecida, mi mamá y su hermana salieron a “recorrer cocherías” Quien ya lo haya hecho alguna vez, sabrá que la visita incluye pasar a un show room, donde decenas de cajones son exhibidos de pie, mostrando su interior, sus lustres, sus herrajes.  Es algo que asusta y quita la respiración. Y es algo de lo que se quiere huir dejando todo cómo está. Pero no se puede. Cuando alguien se muere hay que hacer todo lo que hay que hacer. El cuerpo –que ya no es una persona, sino apenas un cuerpo-  se transforma en algo de lo que hay que deshacerse, y hay que hacerlo de la manera correcta para no ser un sacrílego, o un loco.

Yo insistía con que se podía resolver todo por teléfono, incluso por Internet. Llamamos a varias empresas funerarias que salían en la Guía:

-¿Dónde está?  (…) ¿En un domicilio?  (…) ¿Tienen certificado de Defunsión? (…) ¿No?

“No  podemos retirar el cuerpo” era el cierre de todas las conversaciones  

-Mañana nos van a dar el certificado. ¿No pueden venir a buscarlo ahora?

-Al cuerpo no lo podemos retirar.

Llamar al Pami estaba descartado porque como dijeron los médicos de emergencia, íbamos a ser un caso de muerte dudosa. La única salida era esperar hasta el día siguiente.  Íbamos a tener que dormir –o no dormir- todos en la habitación de mi mamá o en la sala. Cerramos la puerta de la habitación donde “descansaba” él. La ventana seguía abierta y entraba el viento helado de julio. La televisión volvió a encenderse y las noticias sobre la gripe A ya ocupaban todos los programas y todos los canales.
Yo no me quedé a pasar la noche. La excusa fue que tenía que cuidar a mis hijos. Desde el baño llamé por teléfono celular a mi esposo para que me venga  a buscar. Le digo que no suba, que lo espero abajo. Salí corriendo del departamento, donde estaban mi hemano, mi prima, mi tía, mi mamá. Y él. Que ya no estaba, aunque su cuerpo seguía ahí. Ya no estaba en el piso, como debería estar. En el auto todo estaba tan vivo. El auto mismo estaba vivo: la llave en el motor  y “Roxanne” sonando en la radio. Me acuerdo haber pensado que una escena como esa debía haber sido la fundadora de la expresión “Me dejaron con el muerto”. En mi casa todos estaban vivos. Alguien se había quedado con los niños. Mirta creo que era. Me dijo que lo sentía mucho y que qué lástima que ya no íbamos a hacer el locro para el cumpleaños del Doctor. Qué lástima que se murió antes de su cumpleaños.  Una vez leí un cuento donde alguien decía que después de asistir a un entierro le gustaba hacer el amor como manera de recordarse para qué lado estaba la vida. Pensé también que una cosa era asistir a un funeral, y otra, estar en la víspera de la preparación de un entierro. Otra muy distinta es haber dejado a tu papá muerto en su cama, adentro de su departamento, sin un certificado de defunción, en una ciudad donde nadie puede nacer o morir sin el debido documento.

En mi cama duerme también alguno de los niños. Me abrazo a su cuerpo caliente. Tomo consciencia del calor de los cuerpos cuando están vivos.  No puedo dormir porque me preocupa no conseguir el certificado y que no puedan llevárselo. No me puedo dormir porque cierro los ojos y veo: Mi papá muerto, sólo, en la que fuera mi habitación cuando era adolescente. Una cama con respaldo de madera oscura, contra la pared. Arriba de él, un cuadro de la virgen niña que me regaló mi tía cuando cumplí 9 años. También un palo de hockey, y una biblioteca con libros de texto, libros de francés, manuales de anestesia, y los papeles de él, con su computadora y un cenicero con olor a puchos. Las cortinas blancas de gasa, el piso de parquet arruinado de tanto arrastrar la silla. Me da vergüenza molestar a la amiga que nos va a dar el certificado. Me da miedo que a la noche converse con su marido y su mamá, y juntos decidan que es mucho compromiso hacernos el certificado. Por otro lado, ellos no saben qué fue lo que pasó. Podríamos haberlo matado, como a María Marta Belsunce. Belsunce siempre me sonó a Belcebú. Pobre. Por momentos siento que lo matamos nosotros. No lo llevamos al hospital, no le pusimos respirador, ni dejamos que lo enchufaran a un equipo de diálisis. Tal vez, mi vecina, mi amiga, la médica, en realidad, la hija de mi vecina, mi amiga, la médica empieza a sospechar. Ella no tiene ninguna obligación de hacerlo. No me puedo dormir porque me imagino que no logramos conseguir el certificado y que tenemos que llamar a Pami iy explicar que se murió a las 11 de la noche! pero que llamamos recién a las 9 de la mañana porque no sabíamos qué hacer. Vamos a tener que mentir. ¿O será mejor decir la verdad? Que no conseguimos el certificado que nos habían prometido para la mañana, que por eso no llamamos antes.  Y si ellos dudan de nosotros -está probado que van a dudar- es muy irrespetuoso para con mi papá: una causa penal, una investigación, su cuerpo en la morgue. Nosotros acusados. ¿Acaso no es común que los familiares maten al padre cuando está viejo? O que alguien lo mate. O que no se haga todo lo posible para que no muera. No pensaba más allá. Me quedaba detenida en la escena de la policía colocando cinta amarilla de “No pasar”. Me quedaba en la imagen del patrullero en la puerta del edificio. Finalmente parece que me dormí. A las 6 mi esposo salió a buscar el certificado. Lo trajo como un trofeo, realmente ese certificado es muy valioso. Es el pasaporte de salida del cuerpo de ese departamento. Es lo que nos va a permitir pasar a la segunda instancia: el velatorio, el crematorio, el cementerio, todos los trámites. Pero mientras el cuerpo siga ahí, todo se va a poniendo cada vez más lúgubre. Me siento culpable por haber insistido con la “muerte domiciliaria”, a la vez que orgullosa de ser la que consigue el certificado.

Los de la cochería en el teléfono preguntan quién es la doctora que firmó el certificado.  Nos dicen que ella no figura en el listado de médicos registrados por el Cementerio de la ciudad de Buenos Aires. Es lógico, la doctora es nutricionista, en general sus pacientes no se mueren, solamente adelgazan, o al menos lo intentan con fruición.

-No sirve ese certificado. No podemos retirar el cuerpo.

Son las nueve. El sol de invierno entra por la ventana de la cocina.  El lleva 10 horas muerto.

-El certificado tiene que firmarlo un médico registrado en el Cementerio. Podríamos llamar a un conocido. 
Le va a costar costar 3400 pesos.

Parece que cuando pasaron diez horas desde que la persona viva dio el último suspiro, el cuerpo se pone rígido. Algo que uno ha visto en cientos de películas, en general comedias negras. La rigidez del cuerpo es causa de hilaridad siempre. Bajar a una persona muerta de un séptimo piso en ascensores pequeños que están hechos para 3 personas –paradas- es sencillo si el cuerpo se puede acomodar en una silla de ruedas que se empuja hasta el ascensor previamente detenido en el piso y listo para partir sin despertar la sospecha de los vecinos.   

No había modo de sentar a mi papá en la silla de ruedas. Se había muerto en su cama, con la cabeza reclinada sobre muchas almohadas. Le habían cerrado la boca con una corbata o un pañuelo, pero seguía reclinado. No había modo de sentarlo. Al querer sentarlo quedaba con los brazos estirados y apuntando hacia las diagonales opuestas, lo mismo que las piernas.  Parece que lo ataron a una silla de las de la cocina y la levantaron. 

-Lo llevaron atado a una silla, como a un tigre, como se llevan los animales muertos. -me dice mi hermano.

-¿Un tigre? ¿Cuándo viste un tigre muerto?

-En un documental. Siempre muestran.

Yo no podía representarme la imagen.

-¿Cómo a una media res?  -¡Qué terrible! ¿Cabeza abajo...?

-Nooo.  Como acostado, pero colgando, al estar atado a la silla. Como si fuera una camillla.
Me imaginé que era como un koala.

-Esa fue la única vez que la vi llorar mucho a mamá. Cuando pasó por delante de la cocina atado a la silla, con los tipos que lo llevaban… Claro, porque hubo que pasarlo por todo el pasillo, entrar a la cocina y salir por la puerta que da al palier. Por la puerta del living no pasaba. Ahí yo la abracé a mamá.

-¿Vos bajaste con él en el ascensor?

-No. Si. En realidad primero me dejaron sólo con él. Él adentro y yo, que lo sostenía, desde afuera del ascensor para que no se cayera. Hacían falta unas cuerdas, que los tipos bajaron a buscar.  Le asomaba una pierna… Ahí justo vi que salía un vecino y me apreté en el ascensor con él.

-¿Y qué le dijiste al vecino?

- Por suerte sólo había salido a sacar la basura. No se enteró de nada.

Le pedí muchas veces a mi hermano que me contara esta escena. Yo quería entenderla, para después narrarla bien. Pensaba que era el climax de esta historia, aunque después me di cuenta que sólo era la parte cómica. El clímax, como casi siempre, era la escena de la muerte.

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En la oficina de la sala velatoria, antes de inaugurar el evento, preguntan cuál era el credo del deudo.

-Nada –se apura a contestar mamá.

-Bueno, nada no –digo yo- él era judío.

- ¿Colocamos la Estrella de David y velamos a cajón cerrado? 

- ¡No, la estrella no!

-¿Colocamos el crucifijo?

-Y bueno, -dice mi madre, disimulando el entusiasmo.

-No -digo yo, enojada con ella- ¡Cruz tampoco!

Las noticias deparaban catástrofe sanitaria. La epidemia de gripe inventada, ya tenía sus muertos inventados y mucha gente en los hospitales. En el velorio, las personas dudaban si saludarnos con un abrazo y un beso. En los baños del salón había alcohol en gel. Igual en la bandejita con el termo de café y los vasitos de plástico con el logo de la Cochería.

Puse un aviso en el diario. Quería poner en Clarín, pero no me atendían por teléfono. Puse el aviso en La Nación. No lo tengo guardado y tampoco sé qué día lo puse ni qué decía. Supongo que algo mencionando a sus familiares y a sus nietos. El único comprobante es un gasto en la tarjeta de crédito a nombre de "La Nación Fúnebres".

A la tarde vamos al cementerio de la Chacarita y lo dejamos ahí. Vamos muchas personas, familiares, amigos. Sólo lo dejamos ahí, sin una palabra de homenaje o de consuelo. El servicio que ofrece el cementerio por defecto son unas palabras en la capilla ardiente, dichas por el sacerdote de turno. Pasamos de eso y vamos directo al Crematorio. Se llevan el cajón en una cinta transportadora, detrás de un portón, con un ruido infernal: el horno tan temido.

Tres días más tarde volvemos al mismo lugar (“la escena del crímen” se me viene a la cabeza) A las cenizas las entregan en una bolsa. Las vamos a buscar con mi hermano y Marichu, una amiga que se ofrece a acompañarnos. En la casa de Marichu, fumamos marihuana antes de ir. No encontramos el crematorio. Finalmente vemos la chimenea. Los nervios, el miedo y el efecto del porro nos hacían reír. El espanto supongo. Me sentí como si tuviera 18 años, como cuando salíamos de gira con mi hermano portando raquetas de tenis, zapatillas deportivas y plata para alquilar una cancha que gastábamos en comprar cocaína. La entrega de cenizas en el Cementerio es ante todo  un trámite en una dependencia del erario público. Vas por un mostrador donde un operario de overol azul se asoma como desde el averno, aunque con una cara bastante fresca para el trabajo desempeñado, que en definitiva no es más que trabajar operando cualquier maquinaria diseñada para quemar cosas en gran cantidad. Quemar cuerpos amontonados es más bien hereje, profano y existe una preocupación común a todo el mundo. ¿Cómo certifican que las cenizas que te dan en una bolsa son los restos del cuerpo de tu muerto y no las de cualquier otro? Las cenizas, a menos que acudas a buscarlas ya provisto de una urna, te las dan en una bolsa de nylon semitransparente, tipo bolsa de residuos gruesa, envuelta a su vez en papel de diario. Es una bolsa pesada. Te dan también la chapita del cajón, con el nombre de la persona y la fecha en que nació y murió. Ahora que me acuerdo bien, nosotros sabíamos que había que llevar una cajita o una urna, alguien, tal vez el mismo personal del cementerio nos lo había advertido. Pero no teníamos urna. Mi hermano dijo que él iba a hacer una cajita de ciprés (nunca la hizo). Nosotros llevamos una caja de zapatos, donde metimos la bolsa con las cenizas. Después volvimos a la casa de Marichu y otra vez fumamos en el balcón. Había mucho sol, esos días de invierno sin una sola nube. No fui a trabajar. Mi hermano se llevó las cenizas en el baúl de su auto, hizo un chiste al respecto. Cuando  aún perdura la imagen del padre como una persona que se para sobre sus pies, asociar un paquete de cenizas a su nombre no es algo que ocurre naturalmente. No se puede decir “estos son los restos de mi padre” frente a algo que cabe en una caja de zapatos. El polvo vuelve al polvo, es algo en lo que todos pensamos, como un mantra que se canta automáticamente y en silencio.

Las cenizas, a las que se reduce un cuerpo cuando es quemado, son ante todo, abyectas. La caja de zapatos  (era de color rosa) necesitaba ser guardada en algún lugar hasta que decidiéramos qué hacer con ella, o mejor dicho, con su contenido. Las cenizas piden ser esparcidas, enterradas, olvidadas. El primer destino de la caja de zapatos fue debajo de un sillón en el departamento. Mi mamá  las escondió ahí, en el espacio más neutral de la casa. Mi esposo estaba preocupado con nuestra indiferencia para con algún ritual. Me dijo que lo que estábamos haciendo estaba mal, que era peligroso, que era poco adulto, que era una falta de respeto. ¿Cómo íbamos a tener a mi padre en una caja de zapatos? ¿Qué destino íbamos a darle a las cenizas? ¿Cuándo lo íbamos a resolver? Era importante que hiciéramos el ritual, etc. Cada vez que llegaba del trabajo me preguntaba si ya habíamos resuelto que hacer con las cenizas, o si al menos ya habíamos encontrado una urna para colocarlas. No me rompas más las pelotas, le dije un día.

-Yo llevé las cenizas de mi papá a Mar del Plata al día siguiente de que me las entregaran.

-Yo tengo que decidir todo con mi hermano, toma más tiempo.

- No pueden seguir dejando para después. ¿Cómo puede ser que no te importe seguir teniendo esa caja de zapatos abajo de un sillón? ¡Comprá la urna de una vez!

No me rompas más las pelotas. Ahí fue que se lo dije. No pensaba ir, por nada del mundo,  a una tienda de objetos fúnebres a comprar la urna. No iba a ir. Mi hermano dijo que iba a hacer una cajita de ciprés. Unos días después, mi esposo compró una urna  y la llevé al departamento. Creo que mi mamá dijo  –¿para qué gastaste, si las vamos a enterrar? Traspasé el contenido de la bolsa a la cajita acuclillada al lado del sillón. El trasvase no fue tan sencillo, algo se cayó al piso, supongo que lo barrimos. Y ahí volvió la cajita-urna a ocupar su sitio atrás del sillón.

Un par de semanas más tarde nos reunimos en una casa de las afueras de la ciudad que mis viejos habían comprado cuando todavía eran jóvenes y tenían a sus padres vivos, y sus hijos eran niños o jóvenes. Fuimos, comimos algo a la parrilla, y mi hermano y yo corrimos a un vivero (era domingo y el vivero cerraba a las 6 de la tarde) a comprar un árbol para enterrar debajo las cenizas de mi papá. Llegamos con lo justo al negocio. Compramos dos árboles, un palo borracho y un peral. Mi hermano llegó y se puso a hacer el pozo. Se hizo de noche, parecíamos dos delincuentes cavando una tumba. Los niños estaban adentro mirando televisión y cuando preguntaron qué hacía el tío, les dijimos que ponía una planta. No era un entierro, donde alguien dice algo y hay sol, o llueve, y la familia participa con paraguas.  Sin duda hay un motivo para que los entierros sean de mañana y no de noche. Mi hermano cavaba con fuerza, no había luz y no se veía el suelo, ni el tamaño del pozo. Hacía frío y a mi hermano se le cuartearon las manos. Creo que a la urna la quemamos en la parrilla. Tiramos la chapita con  su nombre al fondo del pozo. La Osa, la perra ovejero alemán de la casa, pegó un grito ahogado. La mujer de mi hemano dijo que era él que la estaba pellizcando igual que le hacía siempre, porque quería mucho a la perra, pero era muy bruto con los animales. Lo dijo como un homenaje. Fueron las únicas palabras que se dijeron. Era el 19 de julio de 2009, una noche helada en el Conurbano bonaerense. El palo borracho quedó muy bien. Hoy se yergue sobre los demás árboles y aún está en crecimiento, todavía no lo vimos florecido ¿O sí? Supongo que habrá un día en que el árbol sea muy grande y muy hermoso. A menos que una constructora compre la propiedad y lo derriben. ¿Quedará entonces, en la materia inorgánica del cemento, la arquitectura, al menos, de los átomos de alguna partícula de ceniza, de unos huesos, que podrían ser –o no- los de mi padre?

Como les dije, esta no es una verdadera historia “de ficción”, sino más bien un relato en orden de cosas que le pasan a todo el mundo salvando algunos detalles  excéntricos, como la salida del cuerpo, la caja de zapatos y el entierro de noche. De resto, todo es natural, todo es esperable. A veces me da culpa pensar que sufrió en sus últimas horas por no haber estado conectado a un tubo de oxígeno. Escucho su voz, enojada, de médico, que dice: ¡Como no me pusieron oxígeno! ¡Morirse sin aire es horrible! ¡Eso no se hace! Claro que me siento culpable a veces. ¿A qué vivo no le pasa?  Me siento responsable de que mi papá haya pasado mal sus últimos ratos de este lado de la vida: sin aire. Debería haber contratado un tubo de oxígeno, deberíamos haber hecho algo más. No solamente esperar a que se muera como si estuviéramos en la selva, o en el campo. El momento de la muerte fue bello, sólo estaba encendido el velador de la mesa de noche, todos estábamos en paz. Nos sentíamos de alguna manera héroes de algo.

Me había imaginado que éste iba a ser un relato en tercera persona con un narrador que un poco se burlara de la hija que cree en la muerte domiciliaria, como si fuera algo en lo que se puede creer.  Una neurótica que se queja de todo, -¡incluso de los médicos!- y que no tolera la realidad, asumiendo que la realidad es lo que hace todo el mundo. También había pensado en un narrador amoroso, que le tuviera cariño al personaje y lo presentara con toda la grandeza que tiene la contradicción. Alguien con una “causa”, pero que mientras tanto, sufre.  Aunque también le cuadraba una descripción de personaje a través de actos o preferencias.  Una mujer que cree en cosas varias, que tiene dogmas, que podría ser de izquierdas, ambientalista, con una idea para cada cosa, que cría a sus hijos descalzos y  los amamanta hasta los 3 años, y que como corresponde, descree de la medicina. A estas personas se las puede llamar hippies, progres, psicovolches, new age, o idiotas a secas. En ese tipo de relato podría constar que para la hija era más importante el hecho de que su padre se hubiera muerto en la casa, que el hecho de que se hubiera muerto. Pero no sería verdad.  El tiempo, como una lavandina que empareja las escenas, transforma la muerte del padre en solamente la muerte del padre. No importa si la muerte ocurrió en un hospital, en un departamento o un tren.

La euforia que sobreviene a los vivos cuando alguien acaba de morir ( y que no se si es la consciencia de seguir en carrera, el espanto que provoca vislumbrar el vacío que nos espera, o el alivio de ya dejar de esperar algo inevitable) probablemente haya sido lo que confundimos con la sensación de triunfo por no haber dejado que se lo llevaran a morir a otra parte cuando estaba vivo.  Claro que entonces no sabíamos que más tarde íbamos a tener que suplicar que se lo llevaran ya muerto a descansar  a otro lado. Porque lo muerto no puede, ni debe, estar cerca de lo vivo.
Ivana Steinberg