“A esta mujer le pasa algo”, grité. Sólo después me atreví a
dar vuelta la cabeza.
Tenía los ojos abiertos pero sin mirar. ¿Cuándo se había
despertado? Le toqué la mano que sobraba de la frazada. ¿Había intentado
estirarla para avisarme que…? Estaba fría. Ya estaba fría. ¿O nunca se había
entibiado?
Tres azafatas llegaron con un botiquín de primeros auxilios
y fue la señal para soltarla. Me levanté para dejar hacer. En el pasillo -al
lado de la butaca- me choqué con esa mujer que acompañaba a mi marido. Alta, rubia.
Estaba vestida como una señorita inglesa. Yo con mis jeans. “Nunca me voy a
vestir como una señorita inglesa”, pensé.
“Soy cardióloga”, dijo. Me dijo. Solicitaba permiso para
acercarse a la vieja. No le contesté. ¿Quién era yo para darle permiso?
Caminé en silencio con los ojos de todos sobre mí y me senté
al lado de Guille. Él sabía que. Lo mío en los velatorios era escaparme de esa
salita reservada para el cuerpo. Que yo nunca había visto un muerto. Ni se me
ocurría acercarme a un cajón abierto. Y sabía también que me angustiaba la idea –porque era
consciente de que iba a suceder- que me angustiaba la idea de enfrentarme con un
muerto cara a cara.
Trataba de pensar en todo lo que conocía de ella. Que tenía
dos hijas, que estaba asustada, desbordada, desesperada, que llevaba plata
argentina y brasileña, que se encerraba en su equipaje de manos y sus
documentos, que guardaba una carta de un tal Rodolfo P, para mí Rodolfo Pérez. Que
le preocupaba su habitación. Que Mirtha. Que Edith. Que había elegido para sus
hijas nombres con "h". Y que no quería estar ahí.
¿Quién no quería estar ahí?
Guille me abrazó y no nos dijimos nada.
Él sabía.
Qué suerte que estaba.
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