María sólo puede hacer foco en ese gesto reiterado que la interpela como si fuera de alguien muy próximo. Sabe -porque lo siente- que el tipo cree que intenta seducirlo.
A ella le pasa otra cosa.
Ese rostro la reporta a un lugar justo en el medio de la ficción y de la realidad que la inquieta. Como cuando un personaje se convierte en parte de la vida y provoca sensaciones o cambios de humores que deberían permanecer en el plano de la fantasía.
O no.
Entonces ahí sentada en su oficina recuerda a un hombre que habla desde un plano americano frente a un entrevistador que de vez en cuando ingresa en cuadro.
Trata de reconstruir.
“Es él”, dice en voz alta María.
Entonces busca
en la libreta el número que está anotado al lado de Martín Soto y lo llama y le
pregunta si es el escritor que en un documental confiesa las dificultades que le provoca la palabra y que se queda mudo, en un
silencio que el entrevistador sostiene sin miedo, porque hay momentos en que no tiene más para decir.
Y Martín Soto le dice que sí.
¿Cómo no va a acordarse de él si lo escuchó y observó
durante 40 minutos y le creyó cada uno de sus tormentos? María se calla en el teléfono. Lucio se asoma a la puerta y golpea con los nudillos en el marco. En ese instante Martín dice en su oreja pero ella no escucha porque su jefe, o su amante, la pone nerviosa.
Si fuera un corto, las acciones de Martín, María y Lucio deberían grabarse en sincro y a pantalla divida.
Fin
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