“No sé por qué Mirtha me manda a la casa de Edith”.
Fue un ingreso al diálogo sin preámbulos sociales.
“El pasaporte... En migraciones dijeron que
estaba mal”. Intenté tranquilizarla con un “pero si la dejaron pasar…”. No me escuchó.
La mujer tendría unos 75 años. De manera asistemática desordenaba
sobre su falda documentos, dinero y papeles de diferentes tamaño, como alguien
que está desacostumbrado a permanecer a su cargo. También dejó caer
una serie de billetes, algunos de moneda argentina y otros brasileña.
Intenté apilarlos por nacionalidad. También
salvé una carta. Era un sobre amarillento que portaba remitente a la antigua, de
cuando la gente se escribía a mano y mantenía relaciones epistolares. Sólo vi
que decía Rodolfo P. ¿P de qué? Rodolfo Pérez imaginé. Le devolví el dinero y
la carta y al entregárselos le descubrí unos ojos azules. Hacía un rato que compartíamos situación pero era
la primera vez que nos mirábamos.
“Fue todo muy rápido, no alcancé a organizar mis cosas.
Porque yo tengo mis cosas. Mirtha me hizo la valija y el bolso y yo no sé si está
todo. Me da miedo el pasaporte porque en migraciones me dijeron que estaba
mal”.
Cinco veces escuché una misma cadencia a la cual se iban agregando detalles y quiebres.
“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?
“¿Qué van a hacer en mi habitación?”. Me sobresalté frente a la pregunta. ¿Qué sabía yo qué iban a hacer con su habitación? ¿En dónde estaba Mirtha? ¿O Edith al menos?
El libro entre mis manos subía y bajaba.
“Debería cambiarle el lugar a Guille por un rato”,
pensé.
¿Cuánto tiempo faltaba para llegar a Río?
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