Se sentó, como indecisa. En realidad ella iba al baño pero le
pareció que no había clima para posponer esa reunión de oficina.
“Es por el robo”, aclaró la secretaria, como si fuera
necesario. Y después de observar un segundo cómo todas asentían, empezó a hablar.
“Acá sabemos que estamos para ayudarnos, ¿no?”
La secretaria era una de esas mujeres que cuando hablan lo
hacen con fallo y con sentencia. Le gustaba ese
momento y miraba a su ínfima platea como si fuera el estadio completo de un acto
presidenciable. Después de la primera frase hizo foco en una persona en especial. A un costado quedaron la
de informática y la mujer encargada de la limpieza. Apuntaba a ella, a la
cadeta, que seguía el discurso de esa especie de jefa pero
también pensaba en que tenía que ir al baño.
“Si alguien necesita dinero no tiene más que pedir. Robar…”. Pausa más larga de lo necesario. “Eso nunca pasó hasta ahora en nuestra oficina.”.
Tuvo que armarse el escenario en un minuto. La silla, que le
estaba destinada. Unas palabras que parecían dedicadas.
La estaban acusando.
“Acá todas nos
conocemos mucho, somos buenas compañeras. Nos queremos”. La secretaria usó mirada general para decir lo último.
¿Habría estudiado oratoria o le salía naturalmente ese
manejo de la mirada y la palabra? ¡Qué lástima!, pensó la cadeta, tanto despliegue para tan poco público. Las otras dos no decían nada.
“Todavía estamos a tiempo de que el ladrón se arrepienta”,
siguió, amenazante, con cambio de foco. “No es necesario que lo diga. Puede
devolver la plata de manera anónima. Nadie la va a juzgar. Todos podemos
equivocarnos”.
Calculó rápidamente. Si preguntaba “¿me estás acusando a mí?”, la secretaria le iba a contestar “no sé por qué pensás eso”. No tenía que darse por aludida.
Pero era muy difícil porque era la aludida. Y mientras escuchaba, analizaba de qué manera hubiera pergeñado los dos crímenes si ella fuera la culpable. Estaba claro cómo se
hubiera gerenciado el dinero que le dieron para su trámite pero ¿cuándo se habría
metido en la cartera de la secretaria? Seguramente la mujer tenía su teoría.
Ni bien sus ojos hicieron contacto directo, la dueña de la
palabra dio por terminada la reunión. Se levantaron todas. La cadeta también, y se
fue al baño. Cuando salió ya no había nadie.
Esa noche no durmió. O casi no durmió. Es que se molestaba
constantemente con una idea que hasta parecía obsesiva porque no tenía manera
de desarmarla. Más que una idea era una pregunta. Por suerte no se cruzó con nadie en el desayuno. Sus viejos
se habían ido de viaje y el hermano estaba encerrado en su cuarto. Prefería no
hablar. Incluso la tarde anterior había faltado a clase. Con la angustia que
tenía no estaba para cruces circunstanciales.
Llegó al consultorio de su psicóloga a las nueve menos cuarto y si bien era temprano tocó el timbre. Saludó -como siempre- se acostó en el diván y comenzó a llorar.
“¿Una puede ser cleptómana y no darse cuenta?”, preguntó.
Ese trabajo había comenzado a enfermarla.
uy tengo que leer lo anterior!! qué bueno
ResponderEliminarGracias Iv!
Eliminar¡Qué bueno es que Iva Steinberg no es más anónima!
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