domingo, 1 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (III)

Se sentó, como indecisa. En realidad ella iba al baño pero le pareció que no había clima para posponer esa reunión de oficina.

“Es por el robo”, aclaró la secretaria, como si fuera necesario. Y después de observar un segundo cómo todas asentían, empezó a hablar.

“Acá sabemos que estamos para ayudarnos, ¿no?”

La secretaria era una de esas mujeres que cuando hablan lo hacen con fallo y con sentencia. Le gustaba ese momento y miraba a su ínfima platea como si fuera el estadio completo de un acto presidenciable. Después de la primera frase hizo foco en una persona en especial. A un costado quedaron la de informática y la mujer encargada de la limpieza. Apuntaba a ella, a la cadeta, que seguía el discurso de esa especie de jefa pero también pensaba en que tenía que ir al baño.

“Si alguien necesita dinero no tiene más que pedir. Robar…”. Pausa más larga de lo necesario. “Eso nunca pasó hasta ahora en nuestra oficina.”.

Tuvo que armarse el escenario en un minuto. La silla, que le estaba destinada. Unas palabras que parecían dedicadas.

La estaban acusando.

 “Acá todas nos conocemos mucho, somos buenas compañeras. Nos queremos”. La secretaria usó mirada general para decir lo último.

¿Habría estudiado oratoria o le salía naturalmente ese manejo de la mirada y la palabra? ¡Qué lástima!, pensó la cadeta, tanto despliegue para tan poco público. Las otras dos no decían nada.

“Todavía estamos a tiempo de que el ladrón se arrepienta”, siguió, amenazante, con cambio de foco. “No es necesario que lo diga. Puede devolver la plata de manera anónima. Nadie la va a juzgar. Todos podemos equivocarnos”.

Calculó rápidamente. Si preguntaba “¿me estás acusando a mí?”, la secretaria le iba a contestar “no sé por qué pensás eso”. No tenía que darse por aludida. Pero era muy difícil porque era la aludida. Y mientras escuchaba, analizaba de qué manera hubiera pergeñado los dos crímenes si ella fuera la culpable. Estaba claro cómo se hubiera gerenciado el dinero que le dieron para su trámite pero ¿cuándo se habría metido en la cartera de la secretaria? Seguramente la mujer tenía su teoría.

Ni bien sus ojos hicieron contacto directo, la dueña de la palabra dio por terminada la reunión. Se levantaron todas. La cadeta también, y se fue al baño. Cuando salió ya no había nadie.

Esa noche no durmió. O casi no durmió. Es que se molestaba constantemente con una idea que hasta parecía obsesiva porque no tenía manera de desarmarla. Más que una idea era una pregunta. Por suerte no se cruzó con nadie en el desayuno. Sus viejos se habían ido de viaje y el hermano estaba encerrado en su cuarto. Prefería no hablar. Incluso la tarde anterior había faltado a clase. Con la angustia que tenía no estaba para cruces circunstanciales.

Llegó al consultorio de su psicóloga a las nueve menos cuarto y si bien era temprano tocó el timbre. Saludó -como siempre- se acostó en el diván y comenzó a llorar.

“¿Una puede ser cleptómana y no darse cuenta?”, preguntó.

Ese trabajo había comenzado a enfermarla. 

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