Guille exigía hablar con un superior.
“¿Vos me estás tomando por idiota?”, decía. “En la agencia
nos aseguraron que teníamos dos asientos
pegados”.
Y el tipo que le explicaba otra vez que se reprogramaron todos
los lugares y que no lo podía solucionar desde su computadora. ¿Por qué tanta devoción por la cercanía? Para mí la promesa
de tres horas limbo, en donde sólo pudiera leer o nada me fascinaba. Si lo
decía iba a empezar esa pelea otra vez.
La de a vos te da lo mismo que yo esté o no. Mejor callarme. Mejor que
se peleara con el de la aerolínea.
Al final el pibe dijo que si no subíamos perdíamos el avión.
Migraciones sin un cafecito, con lo que a mí me gusta el
cafecito del aeropuerto. Pero no había tiempo. Y mientras corríamos por la
manga Guille que seguía discutiendo ya sin interlocutor.
“Calmate”, le dije, “son tres horas nada más”. Iba a contestarme –le conozco esa mirada de
odio que se contiene- pero ya estábamos en la puerta del avión y la azafata pedía
la tarjeta de ubicaciones. Tuve la sensación de que todos nos observaban de
modo sancionatorio. ¿Cómo explicarles que era culpa de él y no mía?
La mujer me marcó un asiento mientras Guille seguía caminando
por el pasillo para buscar el suyo. Ubiqué mi campera en el portaequipaje, que
estaba bastante lleno, y me quedé con la cartera. Era la primera butaca pero no
me importaba. Es más, pensé, voy a poder estirar las piernas. Cuando me senté
la vi.
La señora, la que estaba a un costado en el check in.
La hija no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario