Vivió en casa unas dos semanas hace cuatro años cuando era
bien cachorra. El tiempo alcanzó para que yo tuviera que correrla, abrirle la
boca y encajarle una medicación, para que se tirara por el agujero de la
escalera desde el séptimo piso, en el pasillo, al lado del ascensor y que se
gastara una de sus vidas al enganchar el piso quinto, para que mi marido huyera sintiéndose intimidado por ese bicho gris que no respetaba ni
siquiera la planta que regaló la abuela y para que me enamorara el último día,
cuando se metió entre la frazada, después buscó la sábana y llegó a mis pies en
la cama en donde yo hacía reposo. Tenía que irse. Era una orden de los altos
mandos. Bah, de mi obstetra, que después de ver la toxoplasmosis negativa me
prohibió cursar el embarazo gemelar con un felino cerca.
Vale adoptó a Mishu con nombre y todo. Y se hicieron la una
de la otra. Es loca la gata. Rompe, se malhumora con algunos invitados y puede
incluso rasguñar o morder si la ocasión es debida. A mí me recibe con ronroneo
y frotada de piernas. Yo creo que es porque se acuerda. Igual le tengo respeto,
como a todos los gatos. Me da desconfianza. Sus movimientos detrás de la silla.
Cuando se sube a mis piernas sin aviso. Y además, los ojos. Vale insiste en la
idea de que los gatos no tienen intencionalidad en la mirada. Yo no sé.
El otro día fui a tomar mate. La Mishu cumplió el ritual del
saludo con ronroneo y se acostó sobre la cartera, que apoyé en la mesa. Estuvo bueno porque se adormeció y pude relajarme en la charla, sin la tensión expectante que me genera su presencia.
Me puse el tapado y como si nada sucediera comencé a
tirar del bolso por un costado, sin avisarle a la
gata, que además de todo es bastante posesiva.
La estrategia fracasó.
Mishu se despertó y enganchó la correa a las dos patas delanteras con una decisión que hizo que yo tomara distancia.
La estrategia fracasó.
Mishu se despertó y enganchó la correa a las dos patas delanteras con una decisión que hizo que yo tomara distancia.
“Silvi se tiene que ir”, le dijo Vale, mientras la
alzaba. Y en el movimiento de abrazarla se llevó gata y cartera.
Y le gané.
Entonces me fui rápido para la salida. No fuera cosa que enfurecida como estaba se bajara y viniera
corriendo a buscar su botín. O a mí.
Correr tres metros hasta la salida es ridículo. Pero lo hice. Y me pegué al picaporte, que
no respondía.
“Está cerrado”, dijo Vale.
¿Dónde estaba la llave?
Mi amiga se acercó para abrirme con la gata a upa. Me
desesperaba la cercanía pero hubiera sido peor que la dejara suelta.
“Chau”, le dije cuando por fin pudo concretar la cosa de la
cerradura y me escapé hasta el ascensor.
Ahí en el pasillo, mientras apretaba el botón y
Vale me recordaba desde la puerta que yo estaba más loca que la gata, sucedió.
El animal se bajó de sus brazos y comenzó a caminar, sigiloso. Y el ascensor que no
venía y yo que estaba descontrolada.
“Valeria agarrala”.
“No te va a hacer nada. Está paseando como siempre”.
Toqué nuevamente el botón como si eso lo apurara.
“Mishu vení”, intentaba Vale y me decía “no grites que la
estás asustando”. La gata ya estaba al lado mío, erizada.
Las dos erizadas.
La alzó justo cuando apareció el ascensor, que yo abrí y
cerré casi en el mismo movimiento.
Sólo después del portazo grité chau.
Y de cachora se metía en la cama, entre mis pies.
No sé si vuelvo.
Y de cachora se metía en la cama, entre mis pies.
No sé si vuelvo.
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