domingo, 8 de septiembre de 2013

Intrigas de oficina (V)

El tipo la quería.

Todas las semanas ella jugaba con su hija, estudiaba con su mujer y comían juntos. Eran diferentes, sí. Pero el cariño a veces tiene vueltas inexplicables.

En la casa, en familia, ella jamás hacía mención a las boletas de luz, gas o teléfono que le pagaba todos los meses. En la oficina, él nunca preguntaba cómo le había ido en un examen. Esas dos vidas separadas se unieron en el marco de una puerta el día en que la cadeta iba a dejar de serlo.

“¿Qué hacés?”, le preguntó,  sorprendida. Y él la saludó como si fuera una jornada común, una más.

“¿Vamos al correo?”, dijo el tipo mientras la señora de Barrio Norte se paraba y le entregaba un sobre. Antes de salir, la mujer miró a la cadeta. “Piense en lo que le dije. Es por su bien”. Ella no contestó y le dio un beso. ¿Por qué tanta insistencia en cuidarla? ¿Acaso hasta esa mujer tan –cómo decirlo- empaquetada, tenía sentimientos maternales?

“Esperá que saludo”, pidió.

“Que tengas mucha suerte”, le dijo la de informática. La señora de la limpieza había faltado. Tenía a uno de los pibes enfermo. Una lástima. Le hubiera gustado decirle chau.

Tocó la puerta.

La ponía nerviosa acercarse al escritorio de la secretaria. Hacía tiempo que casi ni hablaban. “Permiso”, dijo. “Me voy”. La mujer se paró y la abrazó. Ella se acuerda todavía de su rostro. Estaba rara, como si hubiera decidido callarse. Como si tuviera algo para decir. Hasta cierta culpa advirtió. O lo pensó después. Puede ser. Lo pensó después.

El político no estaba. La señora bien se había ido.

“¿Ya está?”, apuró el tipo.

Se colgó su mochila y salieron.

Ella lo quería. Lo veía en su casa, cuando jugaba con su hijita. Y lo escuchaba reírse con su mujer, su amiga. Alguna vez hasta soñó con una familia parecida. Era chica y pispeaba un estilo de vida en pareja.

Pensaba que la invitaría a tomar un café para darle el sobre con la guita y que le iba a pedir que mandara el telegrama ese mismo día, para no complicarle la cosa.

Pero no.

Ya en la vereda, mientras estiraba el brazo para tomar un taxi el tipo le preguntó si tenía el documento. Cuando subieron al auto, chequeó en su billetera y le dijo que sí, que tenía el DNI.

“Mandamos el telegrama y después te doy tu plata”.

Apenas podía contestarle. La angustiaba darse cuenta que desconfiaba de ella, como si fueran dos desconocidos.

Silencio. 

Él decidió romperlo.

“Te voy a explicar por qué te echaron”.

Se habían terminado los eufemismos.

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