domingo, 25 de mayo de 2014

La muerte es sueño

Una vez cuando era chica soñé que se moría mi abuelo.

Lo veía amortajado con una manta color marrón oscuro, igual que su poncho, en el banco del comedor diario de mi casa. En el sueño León giraba –muerto- sobre sí mismo. Todavía se me aparece su rostro, rígido. Sé que me levanté en la habitación lindera, en la que era mi pieza. La luz prendida de la cocina que llegaba a mi cama. Eso recuerdo. 


Nunca lo pensé pero estaba durmiendo al lado del cadáver, separada sólo por una pared. Tampoco pensé que en ese banco en donde maté a mi abuelo desayunaba mi padre todos los días. A las cinco de la mañana. Con la radio a tope. 


Quería asesinarlo.


Esa imagen -la de mi abuelo- sigue funcionando en mí como real.


La noche que cumplí 45 soñé que alguien anunciaba la muerte de mi madre. Yo estaba en un lugar al aire libre, sola. El mensajero desaparecía. O tal vez nadie me lo contaba. Sólo me enteraba. Primaba el color marrón claro.Tierra bien seca, de la que vuela. Y estaba triste. Tan triste. Estaba dolida también. 


No sé en dónde fue que la crucé porque los sueños tienen eso de cambiar los escenarios. Pero al mismo tiempo que lloraba a mi madre muerta me encontraba con mi madre, que estaba viva.


No la abracé, no la besé. Se escuchaban palabras que no recuerdo.

Sus ojos.Los míos. Y eso del odio que puede sentir una hija.

Me había dejado sola.


Justo cuando yo tenía que buscarla para despedir a mi madre, que estaba muerta.


jueves, 22 de mayo de 2014

Evasivas

No es que me niegue a contarle a mi hija de cuatro cómo se hacen los bebés por pacatería. 
Tampoco es que me asuste -mucho- la pregunta. 
Es que estamos a una cuadra del jardín y la charla se merece más. 
Entonces le contesto que se hace con una partecita de mamá y otra de papá.
"¿Pero cómo se hacen".
 Y le digo que se hacen en la panza.
 
"Cuando sea grande y tenga que hacerlo, ¿voy a saber?" 
Le contesto que sí.
Le alcanza.

Por ahora.

martes, 20 de mayo de 2014

Reversible

Una soga.
Una soga que se ata con un nudo corredizo.
Una soga que se ata con un nudo corredizo y ajusta.
Se ajusta ahí, en donde la soga -o el nudo- aprieta.
Es adentro, en el cuello reversible.
O también podría ser en el cuello.
Pero del otro lado.

lunes, 21 de abril de 2014

La bajada

Primero hay que asomarse. Es posible que la cabeza pierda el eje  y la vista se desdibuje.  Se tiene que sentir también. El secreto está en la panza, más exactamente en el bajo vientre, casi en contacto con el pubis.  Hasta ahí cuesta, pero se sigue. Ahora, si temblequean las piernas, hay que buscar un plan B.

Me acuerdo de esa vez en la Cooperación. Yo iba muchas veces a las salas que están en la planta baja o en el primer piso pero ese día tenía que visitar la muestra de un tipo que exponía en el tercer subsuelo. Me mandaron y fui tranquila, sí.  Porque no sabía a qué clase de escalera me exponía.

De las peores.

Es que ni bien uno se  asoma registra un plano inclinado que no termina nunca.  Los escalones tienen un espesor mínimo y una superficie justa, como para que se apoye el pie pero nada más. Hasta podría decirse que parece una rampa empinada.  

Entonces el mareo en la cabeza, el bajo vientre que se comprime. Y las piernas.

“Disculpame - le dije a una mujer- ¿no te pondrías adelante?”

Siempre es el mismo mecanismo. Espero hasta que alguien se acerca y pregunto. Y en general la gente se solidariza, me ayuda. Es que soy como una tullida pero que no causa impresión. Tengo los dos brazos, las dos piernas, los ojos alineados. Sin embargo a la mujer. A la mujer, no. No le emocionaba ayudarme. Se le notaba en la mirada que estaba como en otra cosa. Igual se ubicó a 20 centímetros, la medida exacta que necesito para cortar la perspectiva del abismo. 

“Vos caminá, pero despacito”, le dije, porque cada paso se me aparecía como un salto al vacío.

Era alta y rubia, de estilo nórdico. Tendría unos 50 años y bajaba bien las escaleras. Habríamos avanzado unos 15 escalones cuando se apresuró más de lo que yo podía soportar.

Me descolocó el equilibro.

“Pará”, le dije. Le grité.

Estaba a 15 escalones de arriba y como a 70 del tercer subsuelo.  En ese momento nada me importaba del artista, ni de su obra ni de la nota que yo tenía que cerrar para la tele. Sólo quería que el precipicio desapareciera, que la baranda a la que estaba adosada me auxiliara, que la mujer se quedara. Sin avisarle le entregué cartera, cuaderno,  campera.

Y me senté.

Como me senté alguna vez en la copa de un árbol del que no podía bajar. Me acuerdo que abracé el tronco mientras todos miraban, y eran muchos. O yo me los acuerdo muchos. Ahí estaba Pablo, el de todos esos años. Y Carla, que decía “¿querés que te consiga comida para el almuerzo?”

Se parecían. La mujer de la escalera y Carla tenían el mismo color de pelo.

“¿Qué quieres que haga con tus cosas?”, preguntó mi acompañante de escalera.  Me di cuenta de que era la primera vez que hablaba.  Y también advertí que era extranjera. Me jugué por Suecia. O  Suiza. En realidad, creo que es un recuerdo posterior porque en ese momento no estaba para apostar entre países.

“Voy a subir”, le dije y antes de que contestara empecé a deslizar mi cola hacia arriba. Trepé la escalera, los quince escalones, sentada. Hacía presión con los pies, levantaba los glúteos, me apoyaba y me preparaba para el próximo paso. Y otra vez. La presión, los glúteos, el apoyo y la preparación.

Ni una palabra nos dijimos. Yo subía. Ella miraba para otro lado. Después de llegar en ese culopatín a la inversa me arrastré por el piso hasta sentirme verdaderamente lejos del precipicio.

“Estoy bien, me quedo unos minutitos acá”, le dije cuando me devolvió mis cosas y agregué, porque me parecía que había que decirlo, “gracias”.

“¿Seguro que no?”. Dejó la frase sin terminar y empezó  a irse.  Como respuesta levanté la mano en forma de saludo. Si no recuerdo mal, bajó los escalones saltando, como corriendo.

Creo que esa vez en el árbol yo esperaba que Pablo me salvara. Que se trepara por las ramas, que me abrazara, que me dijera que todo iba a estar bien. Y su mano. A veces hasta pienso que si pudiera desarmar  esa escena en donde la mirada de todos y el espesor de Carla, entonces el vértigo. Quizás.

“¿Te caíste? ¿Querés que te ayude?”, me dijo un tipo y tuve que torcer el cuello hacia arriba para contestarle.

“Estoy bien. Es que me mareé, pero ahora me levanto.”  No iba a contarle todo el cuento pero insistió. Y yo que no, que no era necesario, que la escalera, que estaba bien. El hombre se dirigió a la puerta pero antes de salir le cedió el paso a una mujer que iba cargada con libros y un par de cajas. Me quedé observándola porque hacía equilibrio sobre unos tacos tipo aguja que no pegaban con las cajas y con los libros.

Caminó desde la entrada en línea recta.

Tac, tac, tac, tac.

El taco, el del pie izquierdo, parecía a punto de quebrarse. Pensé que sería cómico que alguien pasara y viera a dos tipas desparramadas en el piso. Pero llegó con todas las cajas. Y los libros. Cuatro metros habrá caminado.  Ahí se detuvo.  Entonces pulsó el botón.

domingo, 2 de febrero de 2014

En mi cabeza

Cuando lo conocí pensé que se llamaba Uga. Después me dijeron que no, que era Guga. No hay grandes secretos. Le dicen así porque su nombre completo es Gustavo Gabriel. Era flaco, tenía rulos desordenados y una moto a la que yo me subía aunque mi vieja no lo sabía.

En esa época Guga vivía en Boedo, en uno de esos edificios que después de la construcción de la autopista de Cacciatore tomaron la forma de casas cortadas. Nosotros no íbamos mucho. Tal vez porque era el departamento de los viejos. A la madre la recuerdo como una mujer pintada, maquillada quiero decir. Hablaba de viajes espirituales y esas cosas.

No íbamos mucho pero esa noche sí. Es probable que fuera un cumpleaños o la previa a una salida. No podría decir quiénes estábamos. Seguro Guga, después un pibe rubio que era mi novio y otros. La madre estaba. Me acuerdo perfectamente porque fue ella la que se asomó a la ventana. Me suena que había un mantel blanco y sandwichitos. Sí, debía ser un cumpleaños.

Entonces se escuchó ese ruido.

Primero deforme, sin bordes claros. Después fue tomando ritmo y nos calló a todos. Era como un rugido que sonaba y se apagaba de manera constante. Parecía alguien que sufría. 

La mamá de Guga se asomó a la ventana y gritó: “¿De dónde?”.

Silencio y rugido nuevamente.

“¿En qué piso? ¿En qué edificio?”

Silencio. Y el rugido, pero más apagado.

“¿Necesita ayuda?”

Y ya nada más.

Pasó hace 25 años. No sé en qué piso era la casa de Guga o quiénes estábamos esa noche y ni siquiera podría repetir el nombre de mi novio rubio. Pero tengo ese rugido en la cabeza.

Siempre lo tengo.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Embrujadas

Salía de esos meses en que te dedicás a criar bebés –en mi caso eran dos - y recibí un llamado al celular. Me convocaban para una investigación bizarra. Dije que sí. Creo que también hubiera aceptado hacer un relevamiento de todas las frutas y verduras que se compran en Buenos Aires. Pero tocó casas embrujadas y en horas cambié mis charlas telefónicas con abuelas y amigas por la búsqueda de brujos, mentalistas, parapsicólogos y afines que me conectaran con la otra dimensión. Gente muy rara. Toda muy rara. Algunos hasta el miedo.

Tenía que encontrar dos buenas historias.

El primer acercamiento fue a través de una bruja que en su niñez recibió el toque de un espectro amable. Un desván, dos hermanas, una tía vieja que ya no estaba y esa presencia que ella no se explicaba. El fantasma estaba buscando algo que yo en ese momento supe pero que hoy no recuerdo. Finalmente dejó dos flores blancas sobre una cama para despedirse y se alejó.

No servía.

Se necesitaban hechos suculentos. Es que las casas eran para la tele y en la industria televisiva los espíritus tienen que hablar, morder, mover objetos. Asustar.

Entonces me inventé un cuestionario que ayudaba a tamizar relatos.

¿Te hablaba? ¿Te tocaba? ¿Lo viste? ¿Sólo una sombra? ¿Pero se volvió corpóreo en algún momento? ¿Te agredió?

Hacía las preguntas mientras tomaba mate, o hamacaba a un bebé o simplemente caminaba por la casa. Mi marido llegaba cada tarde y escuchaba a su mujer que se interesaba por voces y espectros. Mi hija, la grande, estaba fascinada. Todas las noches me pedía que le contara algún caso y cuando le preguntaban, decía que su madre trabajaba de buscar casas embrujadas. Me convertí en una especie de rock star entre sus amigos de nueve.

En pocos días mecanicé un radar que me avisaba el momento exacto en que la historia que valía aparecía. Ahí me sentaba y empezaba a tomar nota. Como la del abuelito. El tipo me había pedido que lo llamara un sábado y eso me molestaba bastante. Además no le tenía fe. Pero la cosa era más difícil de lo que yo pensaba y no se podía desperdiciar una oportunidad.

Además de lograr un buen relato, los protagonistas tenían que aceptar contarlo ante las cámaras. Y lo tenían que hacer bien, manifestando miedo y también coherencia. El sí lo daban en Perú, así es la televisión del mundo globalizado. El director del proyecto entrevistaba vía Skype a los protagonistas para escucharlos, pero también para verlos. El peruano tenía filtros propios y ajenos, en otros países de Latinoamérica.  

Entre las vueltas de esos filtros rechazaron una historia hermosa en donde el fantasma hasta escribía en un piso de madera. Incluía una india y su hijo que seguía llorando y una mujer que estuvo muerta pero viva. En la entrevista con el peruano la mentalista que me entregó el caso se entusiasmó y dijo que el bebé que recién había parido la dueña de casa –la que se había muerto pero no- era la reencarnación del hijo de la india. Se salió de guión la tonta y la protagonista se bajó del cuento. Se pelearon, se contradijeron y a mí me bocharon el episodio.

Entonces llamé en sábado a ese que me parecía que no iba a servir. El tipo empieza a contar y yo lo escucho en piloto automático hasta que ¿dónde dejé la lapicera? Contame otra vez esa parte en que el fantasma corría a la nena. ¿Y la nena lo puede contar? Entregaban a la nena. Y después lo del psíquico, que se comunicó con el fantasma y que el fantasma le dijo que sólo quería jugar con los chicos porque su hija en vida le negaba a sus nietos. ¿Podemos hablar con el psíquico? Es difícil. Pero te lo convenzo. Tenía una novia que era muy perceptiva y que también sintió al fantasma. ¿Y puede dar testimonio? Vive en Bariloche. No importa. Se viene.

Había historia.

Quería conocerlos.

Al fin de semana siguiente me fui hasta Malvinas Argentinas, ahí nomás de Campo de Mayo. ¿Qué estaba haciendo yo un sábado a las tres de la tarde viajando hacia un lugar desconocido en donde decían que tenían un fantasma enquistado? Había armado con mi marido una serie de medidas precautorias como la realización de llamados periódicos y mensajes de texto. Dos veces estuve a punto de decirle al remisero que nos volviéramos a Buenos Aires. El señor del auto tenía orden de esperarme en la puerta.

La casa era como todas las casas. No tenía nada de especial. Estaba el tipo y la esposa que también podrían ser mis vecinos aunque él… Era oscuro él.

Entonces me cuentan toda la historia otra vez y mientras tomo nota, la pregunta. El tipo hace la pregunta. 

“Vos no creés nada de lo que te decimos, ¿no?”

Cuando uno tiene que sostener una nota debe saber qué frase elegir. Un error y todo se cae. No podía hacerme la que tenía los fantasmas en los bolsillos porque se notaba que no era del palo. Dije lo que me parecía que iba a sonar mejor.

“Yo te creo a vos, creo en tu historia”.

El tipo tenía un ojo desviado y parecía que todo el tiempo te observaba de costado. Se quedó callado y con el ojo y yo que esperaba y de repente distendió y me dijo vení que te muestro el patio.

Respiré tranquila.

Tenía razón. Yo no creía nada. Pero nada de nada. Se me ocurría más pensar en sugestiones, locuras. Mentiras.

Sin embargo hubo veces en que me conmoví. Como cuando escuchaba a la chica que veía gente muerta. 

Cada vez que hablaba con ella se me aparecía el pibe de sexto sentido. Carla se llamaba y tenía un poco más de 20 años. Pasó toda su infancia acompañada por una niña que estaba muerta y que se vestía con ropa blanca. Evitaba quedarse sola porque era el momento que elegía el espectro para molestarla. A veces era agresiva la nena y la asustaba. Y la madre que se angustiaba porque no sabía cómo ayudarla. Después me enteré que la abuela de Carla era una bruja, de las de magia negra. Porque hay magia negra y hay magia blanca. La magia negra es la que hace daño, la que tiene malas intenciones.

Pero Carla no tenía malas intenciones.

Una vez -de adolescente- le hicieron una entrevista. Se la hizo uno a quien no conocía y que llegó por otro que le pasó el dato. Cuando estaban hablando el pibe le preguntó, no, no le preguntó, afirmó, que el espectro estaba a su lado, que él también lo sentía. El también veía gente muerta. Era la primera vez que otra persona corroboraba la presencia de su fantasma. Se lo describió y Carla cuando me lo contó lloró o se le bajó la voz. No sabés lo importante que fue para mí entender que no estaba loca. Su relato no servía para el ciclo porque faltaba la casa embrujada.

La historia que más me dolió fue la parodia de ese parapsicólogo que le decía a una familia que el niño estaba poseído. Me lo contaba y yo quería escupirle “sos un hijo de puta, ese chico que grita y no habla y tira todo está loco, no está poseído. Mandalo al médico. Dejalo ir”. Pero no. No dije nada. Un poco me daban miedo los brujos y afines. Tenían mi teléfono. Que se yo. Me daban un poco de miedo.

Como ese que. Porque para buscar la segunda casa tuve que ampliar la lista de cazafantasmas a chamanes umbanda, magia negra y otros monjes raros. Un día estaba en casa con mis dos bebés y mi nena más grande y una amiguita o un amiguito de mi nena más grande. Hablaba con un tipo que me ofrecía el listado de casos que podían llegar a interesarme y de repente una de las bebés llora.

¿Vos tenés un bebé ahí?, me pregunta. Y yo que no quería dar ese tipo de datos me hice la que no escuché. Y el tipo que insiste. ¿De cuánto es el bebé? Mentí los meses. Tampoco dije que eran dos. Si pensaba feo, que pensara en otro. “No tenés que hacer este tipo de búsqueda con tu hijo cerca. Los espíritus son de quedarse impregnados. Y vos los estás invocando. Dale agua con azúcar”.

Corté lo más rápido que pude. Abrí una botella de agua mineral y cargué la mamadera. Después le puse azúcar. Hice el mismo procedimiento en dos vasos de vidrio. Mis mellizas sólo tomaban leche. No me importó. Primero le di la mamadera a una beba. Después le di a la otra. Subí las escaleras y les dije a la grande y su amiga o amigo, tomen esto. ¿Por qué? No importa. Tomen esto. Es por los fantasmas. Se rieron. Me acuerdo que tomaron el agua riéndose.

Nunca más lo volví a llamar.  Y eso que el tipo prometía.

Igual encontré una segunda casa con trama. La de un espíritu mujer que se buscaba en los espacios de otra mujer y que se fue después de una gran ceremonia de fuego y en la madrugada. Era hermana de un cura la muerta pero el religioso no quiso hablar. Lo busqué y llegué hasta su secretario, que me dio más miedo que los brujos.

Dos casas embrujadas. Entonces el director peruano y su equipo viajaron a Buenos Aires. Acá lo esperábamos junto a la chica que me llamó cuando yo estaba dedicada a ser madre. El tiempo jugaba en mi contra. Yo sentía que a cada rato los casos estaban al caerse y no estaba dispuesta a hablar con un psíquico más. Ese trabajo había agotado mi energía.

La de Malvinas Argentinas salió fantástica. La mujer se puso un poco nerviosa. Pero el tipo estaba bien. Y el psíquico hizo un relato maravilloso de su encuentro con el fantasma. Además estaba muy emocionado por el regreso de su ex novia desde Bariloche y eso le agregaba a él una vibra aparte. Para mí que todavía estaba enamorado.

Al otro día, la otra casa.

Al marido de la mujer que era buscada por el espectro de una mujer le gustaba agregar detalles, como a la mentalista del bebé de la india. Mientras lo entrevistaban la esposa se angustiaba y me decía que no era así como sucedieron las cosas. Cuando ella habló, se quebró. El tipo  -el marido- se metió delante de la cámara y la abrazó. No pude atajarlo. “Sácalo del set”, me dijo por lo bajo el director peruano.

La mujer también quería que se fuera. La chica que un día me llamó para que le buscara las casas lo invitó a tomar un café en el patio. Después el parapsicólogo –un personaje aparte- le dijo a la que me había contratado que se notaba que tenía poderes especiales. Ella contestó que sí, que era verdad, que había preanunciado en su cuerpo la caída de las torres gemelas. El brujo contó fuera de nota relatos maravillosos de su contacto con los extraterrestres, que lo visitaban seguido.

Nunca vi los programas. Ni el del abuelito, ni el de la hermana del cura.

Un tiempo después –no sé decir cuánto- yo estaba sentada en el living de mi casa. Retaba a mi hija, a la de nueve. En el medio del sermón se cae desde el quinto estante de la biblioteca un portarretratos con su foto. En la pierna mía se cae. El efecto fue como que me pegó. Hicimos chistes. Que los fantasmas, que los espectros.

A veces escucho ruidos raros.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Proyecto de todos

El lugar es una oficina del Gobierno porteño.

El que habla,  un alto funcionario.

“Trabajamos por un proyecto común”, se despacha ante varios en reunión oficial. Algún desprevenido podría pensar que se refiere a la ciudad. Respuesta equivocada. La frase se completa con un “Trabajamos por la presidencia de Mauricio en 2015”.

Mauricio  -o el Flaco, como nos enteramos que le dice Michetti- es Macri. “Cada acción, cada obra que emprendemos tiene como objetivo llegar a la Rosada”, señala en medio de la campaña a legisladores porteños.

Entre los que oyen hay amigos –como siempre- pero también están los técnicos y profesionales. El alto funcionario no discrimina entre militantes y laburantes para exigirles salir a la calle y tocar los timbres de los vecinos y entregar folletos del PRO. “Porque es la causa de todos”.

Alguien levanta la mano. No es militante. Es laburante. El profesional se disculpa y dice que no está dispuesto a repartir propaganda. Tampoco se va a sentar en la mesita de alguna esquina clave de Buenos Aires debajo de esas sombrillas tan amarillas. Ni va a repartir globos entre los chicos. Su aporte a la ciudad lo hace trabajando, aclara. Y pregunta, como de costado, si alguien le puede contar cuál es el proyecto del PRO.

“El PRO es Partido Revolucionario…”, comienza a descifrar el alto funcionario.

“Perdón”, interrumpe el profesional, “¿revolucionario?”.

El tipo consulta a sus subalternos y aclara. “Partido Republicano es”. Después agrega que es una organización que está al lado de la gente. Y no mucho más.

A principio de octubre el profesional que se niega a timbrear para Mauricio –o al lado del Flaco, como le dice Michetti- recibe un llamado urgente de la gerencia. Entonces deja su trabajo y se presenta en la oficina de su jefe. Ahí se entera. Van a rescindirle el contrato. Le explican que es por falta de presupuesto.

Sucedió en Buenos Aires.

Esto no es ficción.