Hay que asomarse y
sentir. Si temblequean las piernas, entonces hay que mirar a los costados y
elegir el plan b. También puede suceder que la cabeza pierda su eje y se desdibuje la vista.
Dos pies chicos, talla 24, la interpelan. Hay otros que se
parecen más a su tamaño. Esos prefieren correrse, ir más rápido y dejarla sola.
“Está bien que así sea”, piensa, y sigue observando las zapatillas rojas, las
de la niña pequeña que camina a su lado. Es la escalera del subte. El D. Tal
vez el B. Ella podría decir que no importa pero sabe que es mentira. Cada
pendiente tiene su desafío.
En general el plan b
carece de glamour. Me acuerdo de esa
vez en el Centro Cultural de la Cooperación. Esa escalera es eterna y empinada.
Los escalones tienen una superficie justa, como para que entre el pie. Incluso,
creo que sobran algunos centímetros, del zapato digo. Pero el dato más
inquietante es el espesor, mínimo. Cada
paso es al vacío.
Siempre hay una primera vez. Pero le cuesta encontrarla. Piensa
que ni bien la descubra se va a romper el hechizo. Y que va a entender todo. Y
que los planetas. Y que las respuestas. Ella cree en cuentos de hadas y
príncipes azules. También sabe que el encuentro siempre es fallido.
Le pedí a esa mujer –desconocida-
que caminara delante de mí. Yo necesito que la persona se ubique a una
distancia específica para evitar la perspectiva del abismo. Habríamos
descendido unos quince escalones -para mí faltaban como cien- y ella se adelantó
unos 20 centímetros de más. Me descolocó el equilibro. Entonces le pedí que
parara, como si ella tuviera una especie de obligación sobre mí. Me senté. Cuando
le entregué mi cartera, el cuaderno y la
campera, advertí que hablaba con tono extranjero. En castellano pero con
acento.
“¿Querés que te traiga algo para comer?”, y se ríe. La
escena se desarrolla en dos planos. Sobre la rama está ella que cumple
–impecable- el papel de la que no puede. Abajo, en el piso, ella que es
perfecta y le pregunta si trae algo para comer. Es una burla. ¿Es una burla?
Hubiera dado todo su reino para que él subiera hasta la rama, la abrazara,
quizás le diera un beso y la ayudara a bajar. Pero no. El príncipe que nunca fue, mira
-¿despectivo?- y es otro el que se comporta como un héroe.
La mujer me miraba sin empatía. Tal vez quería
llegar rápido a ver la muestra y se encontró con una argentina molesta que no
podía bajar una escalera.
Subió al árbol como esa nena que trepaba bardas, esa especie
de montañas de su infancia que encerraban en sí mismas el secreto de la
felicidad. Y se bajó. ¿Cómo decirlo? ¿Quién era cuando se bajó? ¿Hablaría ya de
vértigo? ¿O esa palabra apareció después? De repente, la fémina se colaba en
brazos equivocados. Esa fue “la vez”. Pero ¿cuándo fue la primera vez?
Yo empecé a deslizar mi cola hacia arriba.
Como culo patín pero en dirección contraria. Ella-esa desconocida que me
amadrinaba sin ganas- llevaba mi cartera, el cuaderno y la campera. Creo que
también me habían dado un póster. Eso tal vez lo tenía yo, porque no recuerdo
habérselo entregado.
Todas las veces, en el instante en que se asoma al primer
escalón de la escalera, entonces vuelve al árbol y quizás a la barda perdida.
Subí la escalera, todo
el trayecto que había bajado, sentada. Después me paré y la mujer me dio mis cosas.
Yo todavía estaba en suspenso.
¿Qué sucedió en el trayecto entre los dos planos? Entre la
tierra, en donde después estaba ella, perfecta, que pregunta y ¿se burla? Y la rama, ajustada, sinónimo de
imposibilidad.
Ya me iba del Centro
de la Cooperación sin hacer lo que había planificado. Y descubrí el ascensor.
Es sólo un instante. Entonces esos pies talla 24 la salvan
por un día. Mirar los pies de su hija que bajan los escalones la curan del desequilibrio expectante. Su
hija, la otra, la que es grande, prefiere alejarse y mirar, en perspectiva. “Que
no sea la escena que recuerde”, piensa.
Ahí estaba.
El pie en el borde del escalón. El abismo.
Pero yo ya me iba.
Es tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario