domingo, 25 de agosto de 2013

Intrigas de oficina (I)

Le gustaba decir que había sido cadeta. Era más para hacer bandera con eso del conocimiento de las calles –ella, la del interior- que para cumplir con el mandato de empezar desde abajo. En esa época estudiaba psicología y siempre tenía una changa para los pesos diarios.

Al tipo lo conocía bastante porque era el esposo de una amiga. Un día le propuso repartir unos sobres –ponele unos 300, o más- en una fundación, la de un político con nombre para la que él trabajaba. Ella contestó que sí, obvio. Si no tenía laburo. Además –pensaba- seguro que al caminar tanto iba a sacarse los kilos que la molestaban.

Se acuerda perfectamente de los sobres. Eran papel madera con una leyenda que decía “Información confidencial”. Y la etiqueta con el nombre del destinatario. Imaginate el mailing. Todos esos tipos estaban en la lista. Esos.

¿Qué decía el informe confidencial escrito en esa especie de bunker político? La entrega era en mano. Significa que ella tenía que rendir después una hoja impresa con las firmas de los destinatarios o de un cercano muy cercano. En general iba a oficinas pero una vez tocó el timbre de una casa y la recibió el mismísimo Bernardo Neustadt. ¡Qué impresión! Tenerlo tan cerca.

Nunca abrió un sobre. ¿Por falta de curiosidad, por miedo a que se den cuenta o por honestismo militante? Marcar la última opción. Es la correcta. Igual no le sirvió de mucho.

Después de los 300 sobres quedó fija. Hacía los trámites comunes de la oficina y resolvía algún que otro asunto personal que los más descarados le acercaban con un che, ¿no me hacés un favorcito?. ¡Cómo le molestaba! Cuando podía, los dejaba en evidencia. Los pedidos que más la sacaban eran los del tipo, el que era esposo de la amiga. ¿Acaso no podía pagarse él mismo los impuestos, por ejemplo?

A veces tenía un tiempito libre y se perdía en una biblioteca enorme, hasta el techo, de esas que ocupan toda la pared. Seguramente eran los libros que el político en cuestión no quería tener en su casa pero a ella la fascinaba. El hombre era agradable sin llegar a simpático. Casi no pasaban del saludo pero una vez le contó algo de su exilio en Venezuela y de su experiencia como periodista. Las tramas, los verdaderos entretejidos de la oficina, se daban a sus espaldas. Él no intervenía en la intriga barata. En las otras… Se acuerda que alguna vez leyó una nota sobre el personaje en donde lo catalogaban de lobbysta. Ella, inocente, llevó la revista a la oficina. Un punto en contra, seguro.

Ahí estaba la secretaria, una mujer con todos los dobleces del mundo. Era de esas históricas que son dueñas de la agenda pero también del personaje. Peligrosa. Después la piba que se encargaba de la parte informática. Era de Franja Morada, se acuerda. Y confrontaban. Todo bien igual. Bueno, o algo así. El tipo –el esposo de la amiga- venía un par de veces a la semana y la mujer que hacía la limpieza todos los días. También estaba la mina que hacía de segunda del político. Una estirada de historieta que empalagaba de tan bien que llevaba el rol. Y la cadeta, por supuesto.

Un día le dan una plata para pagar no sé qué en el banco. Era mucha, se acuerda. Tal vez llegaba a ser un quinto de su sueldo. Ya era tarde. Entonces guardó el dinero en el cajoncito de un escritorio que usaba como base de operaciones. Lo metió en un sobre junto con la papeleta correspondiente.

¿Quién la vio guardar esos pesos o incluso contarlos antes de ensobrarlos? 

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