Le gustaba decir que había sido cadeta. Era más para hacer
bandera con eso del conocimiento de las calles –ella, la del interior- que para
cumplir con el mandato de empezar desde abajo. En esa época estudiaba
psicología y siempre tenía una changa para los pesos diarios.
Al tipo lo conocía bastante porque era el esposo de una
amiga. Un día le propuso repartir unos sobres –ponele unos 300, o más- en una
fundación, la de un político con nombre para la que él trabajaba. Ella contestó
que sí, obvio. Si no tenía laburo. Además –pensaba- seguro que al caminar tanto
iba a sacarse los kilos que la molestaban.
Se acuerda perfectamente de los sobres. Eran papel madera
con una leyenda que decía “Información confidencial”. Y la etiqueta con el
nombre del destinatario. Imaginate el mailing. Todos esos tipos estaban en la
lista. Esos.
¿Qué decía el informe confidencial escrito en esa especie de
bunker político? La entrega era en mano. Significa que ella tenía que rendir
después una hoja impresa con las firmas de los destinatarios o de un cercano
muy cercano. En general iba a oficinas pero una vez tocó el timbre de una casa
y la recibió el mismísimo Bernardo Neustadt. ¡Qué impresión! Tenerlo tan cerca.
Nunca abrió un sobre. ¿Por falta de curiosidad, por miedo a
que se den cuenta o por honestismo militante? Marcar la última opción. Es la
correcta. Igual no le sirvió de mucho.
Después de los 300 sobres quedó fija. Hacía los trámites comunes de la oficina y resolvía algún
que otro asunto personal que los más descarados le acercaban con un che, ¿no me
hacés un favorcito?. ¡Cómo le molestaba! Cuando podía, los dejaba en evidencia.
Los pedidos que más la sacaban eran los del tipo, el que era esposo de la
amiga. ¿Acaso no podía pagarse él mismo los impuestos, por ejemplo?
A veces tenía un tiempito libre y se perdía en una
biblioteca enorme, hasta el techo, de esas que ocupan toda la pared.
Seguramente eran los libros que el político en cuestión no quería tener en su
casa pero a ella la fascinaba. El hombre era agradable sin llegar a simpático. Casi
no pasaban del saludo pero una vez le contó algo de su exilio en Venezuela y de
su experiencia como periodista. Las tramas, los verdaderos entretejidos de la
oficina, se daban a sus espaldas. Él no intervenía en la intriga barata. En las
otras… Se acuerda que alguna vez leyó una nota sobre el personaje en donde lo
catalogaban de lobbysta. Ella, inocente, llevó la revista a la oficina. Un
punto en contra, seguro.
Ahí estaba la secretaria, una mujer con todos los dobleces
del mundo. Era de esas históricas que son dueñas de la agenda pero también del
personaje. Peligrosa. Después la piba que se encargaba de la parte informática.
Era de Franja Morada, se acuerda. Y confrontaban. Todo bien igual. Bueno, o
algo así. El tipo –el esposo de la amiga- venía un par de veces a la semana y
la mujer que hacía la limpieza todos los días. También estaba la mina que hacía
de segunda del político. Una estirada de historieta que empalagaba de tan bien
que llevaba el rol. Y la cadeta, por supuesto.
Un día le dan una plata para pagar no sé qué en el banco.
Era mucha, se acuerda. Tal vez llegaba a ser un quinto de su sueldo. Ya era
tarde. Entonces guardó el dinero en el cajoncito de un escritorio que usaba
como base de operaciones. Lo metió en un sobre junto con la papeleta
correspondiente.
¿Quién la vio guardar esos pesos o incluso contarlos antes
de ensobrarlos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario