Es largo y tal vez se te hace pesado, dice Steinberg, que
trabaja en marketing pero que no usa su oficio para venderse a si misma. ¡Y
para colmo miente! El texto es magnético.
La conozco desde hace siete años. Hace dos me enteré que
escribe. Y a fines del año pasado tuve el placer de meterme en uno de sus
cuentos.
En la vida real Steinberg cuenta y se cuenta con humor. No
sólo humor. Es humor e ironía. Relata a través de caricaturas e interpreta los relatos. Ivana es una anti heroína magnífica. Es ella misma un
personaje de historietas.
Cuando me dio su cuento me dijo: tengo miedo que te pase
como a los lectores de ese escritor que inventó Martin Amis, no me acuerdo en
qué libro, en donde a todos les atacaba un dolor de cabeza cuando leían su
novela y después lo evitaban, para reservarse la opinión.
Me acuerdo exactamente cuando lo leí porque nuestros chicos –grandes amigos de la escuela primaria- terminaban su sexto grado y yo me llevé el cuento en un mail que me mandé en el teléfono porque no lo podía dejar y era la hora del acto. Me acuerdo que me daba vergüenza porque estaba con los ojos medio negros, con el rímel corrido. Me acuerdo que me asomé a la puerta para buscarla entre todos los padres porque quería decirle que me había gustado mucho su relato. Me acuerdo también que les dije a otros que había leído un cuento de Ivana y que acababa de descubrir lo bien que escribía.
En un texto que aún no tiene título (o sí, pero está en
suspenso) Steinberg relata la agonía, vicisitudes y muerte de un padre, en primera y tercera persona. Como si no fuera protagonista. O si lo fuera sólo de a ratos.
Hay humor, ironía, caricaturas. Y detrás de ese telón, emoción.
A Ivana la muerte de su padre, o el relato de la muerte de su padre, le parece un cuento de Isaac Bashevis Singer. Es la historia de una muerte judía, si la muerte tiene religión. Pero en clave de sainete italiano.
Hace poco le pregunté si podía incluirlo en mi blog.
Es puro y profundo Steinberg.
Aquí va.
En una peluquería de
barrio, de esas en las que se ven señoras que tienen en el pelo una pasta
violeta que huele a amoníaco, esperaba mi turno y no podía dejar de escuchar a dos vecinas que hablaban
sobre otra que había perdido a su esposo, y que contrariamente a lo que la
señora creía (que iba a sentirse liberada tras la muerte del marido) la pasaba
muy mal y le costaba tanto atravesar el duelo que ya no salía a la vereda, ni
iba a la peluquería. Mientras las vecinas charlaban en la zona de lavado de
cabezas, otra señora, también de mucha edad, que como yo esperaba un turno para
“hacerse las manos”, se secó un par de
lágrimas que le brotaron de la nada, a solas, sin pensar que alguien más la estaba viendo. Probablemente la señora
escuchó la misma historia que yo y se sintió identificada. O no. Tal vez
lloraba por otra cosa. Pensé en mi mamá y en que nunca había escrito el cuento
de la muerte de Aaron Roisman, mi papá, al que –confieso- siempre le vi potencial como historia. Voy a contarla en
primera persona, o tal vez no.
Cuando te avisan que
alguien está enfermo, y tenés una edad en la que todavía recibiste poco de los
famosos golpes de la vida, la reacción más común es el descrédito. Era el mes
de junio y en febrero, Aaron ya había
dicho: "me quedan seis meses de vida". Y se lo podía ver sentado,
mirando un punto fijo, cada tanto haciendo con la cabeza un gesto de
"no" y un chasquido de lengua, como quien dice "qué
cagada". Pero ninguno de los de la familia le prestaba demasiada atención.
Lo cierto es que nadie puede saber cuánto le queda de vida. Y cuando el que
habla de este tema es alguien que ya cumplió 80 años, bueno, se tiende a
minimizar la importancia de tener sólo seis meses de vida. O más bien, lo que se
hace es mandar a callar esa voz que insiste sobre la fugacidad de la vida,
argumentado que todos nos vamos a morir, que mejor no hablar de eso, etc. Cuando el que pronuncia estas sentencias de
muerte anunciada es –además de anciano- médico, la irritación es aún mayor, y
la sugerencia que se le da al posible moribundo es que deje de autoanalizar sus
síntomas, que piense en otra cosa, que “¿qué necesidad hay de mortificarnos con
eso, ahora?”
-Ya me molesta la
luz, tengo fotofobia, otro síntoma de que la urea sube, de que los riñones ya
no me sirven.
Para los legos en
medicina, y en anatomía en general, la vista y los riñones no tienen nada que
ver. Ese verano usó unos anteojos de sol que eran de su mujer, unos anteojos
con montura grande, tipo de diva del cine italiano, que en él parecían de ídolo
del rock nacional.
Cuando mi tía me
abrió la puerta del departamento, me dijo, “querida no te asustes, papito está
en el suelo, más cómodo” Me asomé al dormitorio, y efectivamente, estaba tirado
en el piso, durmiendo de lado, como un croto. Durante la noche, habría perdido
el control del cuerpo y se había caído al suelo, haciendo bastante ruido,
aunque ninguna de las mujeres que dormían en la casa se despertaron. Seguro que
a mitad de la noche alguien se levantó a chequear cómo estaba, pero nadie lo escuchó cuando
cayó.
Aaron Roisman era
sordo. Esa noche, como en un Pedro y el Lobo familiar, al sordo nadie lo
escuchó golpear su cuerpo de más de 90 kilos contra el suelo de madera. Ver a
alguien tirado en el piso, desparramado, es un poco como verlo muerto. Parece
que caerse de una cama puede provocar una fractura de columna cuyas secuelas
pueden ser paraplejia momentánea o permanente. Incluso se sabe de personas que
murieron por caerse de la cama. Pero él
debe haber caído “bien”, porque ahí estaba –vivo- aunque inconsciente. En una
inconsciencia previa a la caída, en la que había “entrado” la noche del jueves,
después de pasar por un delirio bastante amable en el que empujaba una silla de
la cocina, mientras estaba sentado en otra igual, con la cabeza metida entre
los hombros, adentro de un piyama azul, o bordó. ¿O era marrón?
Después del mediodía llegó de visita un
pariente, un sobrino político que no aparecía por ahí hacía años y con su ayuda
(los brazos de un hombre) fue acomodado sobre un colchón, más alejado de la
cama, y más cerca de la ventana. El día anterior su hija había comprado un
orinal en uno de esos locales cercanos al Hospital de Clínicas. Comenzaba la
promocionada epidemia de gripe A y los locales de artículos hospitalarios
estaban saturados de pedidos de barbijos, cuyo precio subía todos los días
conforme las noticias anunciaban que la epidemia ya había llegado desde México,
cortesía de varios pasajeros infectados que volvían a Buenos Aires.
Su hija y el sobrino
lo asearon. Algo que hicieron sólo una vez, y se sentían como que el cielo
estaba –para ellos también- un poco más cerca. La verdad es que el sobrino no
tenía ninguna obligación de ponerle un pañal o de estar ahí, en el suelo, al
lado del colchón, arrodillado, limpiando a un anciano que agoniza. “Un anciano
que agoniza.” En ese momento ella no lo veía así. Ella hubiera dicho: mi papá
se está muriendo.
En la televisión,
las noticias eran todas sobre la epidemia de Gripe A.
Nueve días antes, Aaron
había llegado al Instituto Lanari, un
edificio en el medio de un parque con árboles muy altos, o un moridero del
servicio social, donde los ancianos van
cuando enferman, a que los alivien a veces, a que los salven, otras, o a que
les den la extrema unción de la medicina, recibir un diagnóstico lapidario. La
doctora que le dio el alta habló así con la familia:
-Bueno, ahora son
cuidados de últimos días.
-¿Cómo últimos días? -preguntó la hija, sin terminar de procesar
el contenido de la noticia.
-Sí, ya no hay nada
que hacer.
-¿Y diálisis?
-Podríamos intentar
comenzar el proceso, pero él no está interesado y los riñones ya dejaron de
funcionar.
Él estaba sentado en
la cama del hospital (una cama de hospital prototípica, que cualquiera pensaría
que sólo existen en los relatos: Una cama de hierro, con respaldo semicircular
pintado de blanco). La hija se le acercó, pensando que aún podía (debía) hacer
algo por salvarlo.
-Escucháme viejo, ¿qué
tal si te empezás a dializar?
-¿Eh? –seguido del
gesto típico del sordo de poner la mano en la oreja y empujar el pabellón hacia
afuera como para afinar el canal de entrada del sonido.
-No, que si te empezás
a dializar vas a estar mejor –Dicho con la indulgencia con la que se le habla a
los niños y a los moribundos.
-¿Diálisis? Hay que hacerlo seis horas seguidas, tres veces
por semana.
Después agitó las
manos en el aire como quien arenga o protesta y gritó:
-¡Tres veces por
semana!
Miró a un costado y
dijo:
-No, no tengo
interés. A mi edad, no. Tendría que hacer un trasplante, es lo único que me
puede salvar.
Pero no es ético trasplantar a un viejo. Nadie le va a dar un
riñón a un tipo de 82 años. Se puede comprar uno por internet, ¿eh?
-Pero te vas a
morir. No quiero que te mueras.
La miró con esos
ojos medio vacunos que tenía, unos ojos muy tiernos, pero a la vez un poco
autistas. -
¿Eh?
La sordera a veces
es muy conveniente. Otro anciano, que aún se desplazaba –un paciente
ambulatorio- hacía un trámite en una ventanilla. Él lo miró con interés, con
esa otra mirada que tenía, que era la mirada curiosa, en general acompañada de
un movimiento de la boca, sacando el labio inferior como haciendo un puchero.
–De ahora en más voy
a cuidarme y a vestirme con elegancia, como ese señor, fijate qué pinta. Yo también voy a comprarme un sombrero. Hay
que ser elegante, hay que cuidarse. Yo me voy a empezar a vestir bien- Nunca
había sentido ninguna emoción por la ropa, en general se vestía con la ropa que
le compraba mi mamá que la usaba hasta que se transformaba en un harapo. Cuando
no estaba jubilado usaba la chaquetilla para atender en el consultorio, y el
ambo para operar en el hospital. En el bolsillo de la ropa de médico llevaba
siempre una birome, que se le rompía y le dibujaba lamparones de tinta en los
bolsillos. En la casa andaba en piyama, o con los harapos, o con alguna cosa
nueva que le habían comprado: Chombas color pastel, talle 56 que se le
apretaban a la panza, que le asomaba picuda, por una hernia que tenía ahí. Los
pantalones eran del traje, con los bolsillos llenos de plata, monedas, paquetes
de puchos, encendedores. En una época solo
se vestía con traje y corbata, incluso los domingos, pero no por elegancia,
sino por no saber qué otra ropa usar.
Para salir del
hospital te ofrecen una silla de ruedas que podés manejar hasta el
estacionamiento al aire libre en un medio día de finales de junio, soleado,
frío. Hoy lo recuerdo casi como un día alegre. Todavía vivían mis padres, es
algo que puedo decir hoy, como dicen las personas mayores. Tengo la sensación de que mi mamá estaba
ansiosa porque finalmente ocurriera. Había imaginado varias veces cómo sería su
vida si él se muriera. Iba a poder viajar, irse los fines de semana al campo,
salir con sus amigas al Bingo, pasar semanas en la casa de su hijo. Todas
rutinas que igual practicaba, pero con cierta limitación por tener que volver
“a atender a tu padre”. Cuando la persona aún vive hay cierto deseo de que el
enfermo se muera. No sabemos muy bien para qué o a qué responde ese deseo. Lo
que se dice habitualmente es que es para terminar de una vez el sufrimiento del
enfermo "esto no es vida para él" y también para terminar con las
complicaciones de los familiares "no es vida para él ni para nadie"
--habría dicho mi mamá. Sin embargo yo creo que ese deseo se parece un poco a
la ansiedad que nos provocan los momentos críticos, que siempre queremos que ya
hayan pasado, porque el miedo, creo, es el miedo al sufrimiento. Fuimos al
departamento, yo salí a comprar sanguchitos de miga y facturas a la panadería
de enfrente. Comimos, tomamos café, él se acostó a dormír. Dijo que se sentía
muy bien. Parecía un bebé, o un animal lastimado, de repente era amable, era
suave. De repente se empezaba a convertir en un ídolo. El super padre que nunca
había sido para mí. Ojo, era un buen
papá, pero yo no recuerdo haberlo idolatrado, ni amado, ni armado la famosa
relación edípica con él; un hermano mucho mayor tal vez se había quedado con
ese puesto de papi, quedando mi viejo en el lugar de abuelo, de viejo choto,
para siempre. Me fui al trabajo. Pero ya no era la misma hija que pensaba que
había tiempo. Últimos días. No muchas personas reciben notificación sobre sus
últimos días, -pensé. Si tuviera que
elegir entre saber cuándo llega el final y no saber, hoy pienso que “preferiría
no saberlo”. La incertidumbre sobre el
momento de la propia muerte es mucho más piadosa que la notificación “últimos
días”.
****
Bajó la temperatura
y caía algo que el noticiero llamaba “aguanieve”, un ingrediente insustituible
en una epidemia de gripe. Caminamos con mi primo (el sobrino político) hasta la
casa donde vivía entonces con mi familia, uno de los niños tenía un cumpleaños.
Lo llevamos bien abrigado hasta el Mc Donalds. En el camino fuimos charlando.
Yo le decía que en dos días tenía un viaje de trabajo a Venezuela, o a Miami,
ya no me acuerdo, que me habían invitado a un seminario, donde además, iba a
conocer a la nueva gerencia de la empresa. Mi primo me dijo que no me
preocupara por eso, que ya iba a ver yo cómo las cosas se desarrollaban. Mi primo
sabía que mi papá a lo mejor se moría mientras nosotros caminábamos hasta el
pelotero, que a lo mejor se moría en el suelo de su habitación, donde
correctamente debería quedar una vez muerto si hubiéramos sabido algo sobre los
rituales judíos para con los muertos. Pero entonces no sabíamos –ni queríamos
saber- nada de rituales, ni de muertes. A la religión (y su relación con la
muerte, que en suma, creo que es su única razón de ser) se accede a través de
la desesperación que provoca asumirse como un muerto que camina. Igual que para
una comadrona es transparente cuándo una mujer va a parir, para alguien que ya
vio morir gente –el caso del sobrino-
era claro que se trataba de “últimas horas”.
-Es que tengo que
emitir el pasaje hoy, o si no pierdo la reserva. Y no sé cómo va a seguir esto
de mi viejo –debo haber dicho algo así, con cara de ingenua-
Por momentos la
confirmación “últimos días” tomaba un carácter de falsedad o de irrealidad. Ya
habían pasado 9 últimos días y él seguía vivo.
“Ésto de mi viejo” en realidad era “la muerte de mi viejo”, pero esa
dulzura que a veces tiene la psique, me negaba ese panorama. Se había caído de la cama, se había hecho
encima, respiraba con dificultad y estaba de color blanco. Todo eso lo veo
ahora. Ese día me parecía que podía seguir así mucho tiempo más y que yo podía
ir y volver de Miami para verlo morir. Pensaba que había tiempo.
En el salón de
fiestas donde debía haberse festejado el cumpleaños número 8 de Guadalupe
Cárdenas la escena también era deprimente. Al festejo no había llegado ningún invitado. La animadora usaba barbijo, la nena del
cumpleaños dejó de llorar cuando vio que alguien llegaba y que traía un paquete
que parecía un regalo. La madre miraba y
hacía cuentas. Le habían cobrado por cabeza, pero no había nadie. ¿Le harían
descuento? Volví al departamento. Todo seguía igual. Mi otra prima, acababa de
llegar temprano del trabajo y se asomó a ver cómo habíamos acomodado al tío
encima de un colchón. Le habían dado permiso para salir más temprano por la epidemia
de gripe A. De hecho, habían declarado asueto en todas las escuelas y varios
edificios públicos habían cerrado. La
epidemia de gripe A había caído convenientemente en pleno invierno. Las madres
de niños pequeños, cuyas clases estaban suspendidas, no dejaban salir a los
chicos a ninguna parte. Esa era la explicación de la deserción en el
cumpleaños. La nena había cumplido años
en el verano y su mamá había conseguido por primera vez reunir el dinero para celebrar invitando a
toda la clase. Valía la pena la inversión, pensó la mamá, sin contar que
gracias a una extravagante campaña publicitaria de los laboratorios que estaban
desarrollando una vacuna antigripal específica se iba a declarar una epidemia
peligrosísima que presuntamente podía acabar con un porcentaje alto de la
población, contando sus víctimas preferidas entre los niños y los viejos, las
embarazadas y las personas con enfermedades crónicas. ¿Para qué arriesgarse?
-pensaban las madres más pensantes, sin contar a las madres menos pensantes que
también pensaban lo mismo gracias a la televisión, los diarios, la internet y
el boca a boca.
Se hizo de noche en
el departamento donde ocurría este drama. La hija y la esposa decidieron llamar
al médico aunque esperaban su muerte de un momento a otro. ¿Para qué lo
llamaron? Tal vez para confirmar el
veredicto, o para que las acompañara a
asistir la escena. Quién sabe si las estadísticas incluyeron a Aaron Roisman entre
los muertos de la epidemia.
Llegó el médico, vestido de civil, bajito, de pelo negro, y les dijo:
-¿Qué están haciendo con el enfermo en el suelo, sin atenderlo, sin
oxigenarlo, sin conectarlo a un respirador? ¿Qué creen que están haciendo?
-Mi marido es médico y quiere morir tranquilo, sin que lo molesten. En
un lugar agradable y no en esos hospitales asquerosos. ¿Entiende? --Contestó la Sra. De Roisman con aire de
superioridad.
-A mí no me importa, señora. Mi deber es salvar vidas y atender a los pacientes.
Voy a ordenar -esta palabra la dijo con dureza- la internación.
Le mostraron los análisis que declaraban que sus riñones ya habían dejado
de funcionar hacía 9 días básicamente porque él nunca había aceptado dializarse
porque no tenía ganas de que lo enchufaran a sondas y a cables tres veces por
semana. Esos análisis eran la prueba de que efectivamente se estaba muriendo y
de que no se podía hacer nada, salvo esperar. El doctor insistió con que había
que internarlo, que la familia no podía tomar la decisión de no asistirlo, que
era una barbaridad.
Mi hermano llegó
junto con los muchachos médicos de urgencia (los que había llamada el médico
vestido de paisano) que van en ambulancia y cuando entran en tu casa llegan
vestidos de blanco, con zapatillas de correr y gorrito de quirófano en la
cabeza. Como los médicos de Grey´s Anatomy, o como mi papá cuando llegaba de la
Guardia con los bolsillos del ambo llenos de frasquitos de los que se usan para
cargar jeringas. Nunca supe para qué los traía a la casa. Los dejaba en el
aparador de las tazas. Creo que eran de Curare o alguna otra sustancia
peligrosa que se usa para anestesiar personas. El médico de urgencia era joven,
grandote, con la cabeza rapada como corresponde a los que trabajan en la
brigada de emergencias: Nicholas Cage, de paramédico en la película de
Scorsese.
-Ya está con respiración
agónica. Podemos trasladar, pero va a ser invasivo. A menos que se muera por el
camino. ¿No tienen un médico amigo en Capital Federal que les haga un
certificado de defunción? -dijo el doctor. Podemos trasladar, pero sí, va a ser invasivo. Va a haber que
intubar.
-Nosotros tenemos
muchos amigos médicos, pero todos de provincia. –“manga de provincianos”, pensé
para mis adentros.
-Y todos están muertos,
además. Ya no tenemos amigos médicos. –dije yo, sintiendo por primera vez la
precariedad de nuestra situación. Ya no teníamos un padre médico (o pronto no
lo íbamos a tener más, ya no había amigos médicos vivos en la Capital. Los que
vivían estaban en la provincia, no tenían autoridad en la ciudad y
evidentemente nuestro padre no había hecho “nuevos amigos médicos” radicados en
Capital)
-Él dijo que por
favor no lo dializaran. --dijo mi hermano, de repente de acuerdo con la idea de
que no se lo llevaran.
- ¿Ustedes que
harían si fuera su padre? -les preguntó mi vieja. Ella siempre decía que un
vecino del barrio le había dicho esa frase, que en los negocios siempre había
que involucrar al otro en el problema de uno- ¿Vos qué harías? Él es médico, anestesista.
Siempre dijo que no quería que lo molestaran. -Ellos fueron terminantes:
-Vamos a subirlo a
la cama para que esté más cómodo y respire mejor. Los camilleros, forzudos y
acostumbrados a mover cuerpos, lo
levantaron como si no pesara nada y lo acomodaron en su cama, le pusieron
muchas almohadas bajo la nuca y quedó semireclinado, con los ojos cerrados, la
respiración dificultosa, el pulso que disminuía, las manos suaves y tibias.
-Cuando se muera, no
llamen al Pami. Porque van a decretar muerte dudosa y ahí interviene la
policía, hay que hacer autopsia, ¡un lío!
Era la primera vez
que participaba de una conversación sobre la muerte de alguien que todavía
estaba vivo. Varias veces ya había escuchado hablar sobre los “preparativos”,
pero me parecía -entonces- un gesto irrespetuoso para el aún vivo, y por sobre
todo un gesto de desesperanza propio de las personas viejas. Mi papá podía
estar escuchando y entendiendo lo que hablábamos. Evidentemente, yo ya estaba
en la categoría de personas que hablan sobre el certificado de defunción y
sobre el funeral de alguien que aún no murió. En ese momento, llamó la hija de una
vecina. ¡Ella era médica! (Toda historia tiene su deus ex machina, y ésta
también) Preguntó cómo seguía mi padre, y si los chicos podían ir a jugar al
día siguiente.
-Mi papá está
agonizando en su cama. Nos dicen que deberíamos trasladarlo para que se muera
en el hospital y no tener problema con el certificado. No sabemos qué hacer- la
involucré en mi problema, tal como pregonaba mi mamá.
-Yo te lo hago al
certificado, pero mañana porque ya son las 10 y me voy a la cama -le agradecí
en varios idiomas y corté el teléfono. El
médico, los paramédicos y los camilleros se fueron. Mi hermano se paró al lado de
él y lo miró con un amor y una compasión que no había visto en todo el día. Ya
estaba todo listo. Había llegado el hijo mayor, estaba el certificado
apalabrado, se acababan de ir el médico del seguro social, que me había
parecido muy varonil, muy amigable. Hubiera querido que se quede ahí o que
fuera nuestro amigo médico y nos haga él el certificado. Hubiera querido que se
quede con nosotros hasta que mi papá se muera. Para que haga el certificado,
pero también para saberlo ahí, de blanco. Finalmente íbamos a tener la muerte
en casa, pero parece que me hacía falta un médico -un médico vivo- que cuidara
de nosotros y de él.
En el departamento
estaban mi tía, una prima, mi esposo, mi hijo bebé que corría por ahí como si
nada, mi hermano y mi mamá. En la cocina, mi mamá se puso a preparar la cena
para todos. Igual había que comer, dijo ella, con la practicidad de las mujeres.
Las mujeres empiezan
a mandar en la familia cuando son abuelas, así que todos nos sentamos a la mesa
redonda atrás de unos platos azules que tenían la escena de dos enamorados
campestres, creo que son dos que se escapan de un cazador, o de un padre que
los mata, y el cielo del plato, son como pájaros, que en realidad son ellos,
los enamorados. Esos platos se terminaron de romper hacer muchos años, no creo
que ese día hayan estado ahí, pero hoy los veo, igual que veo una mesa de
fórmica blanca, cuando en realidad era una de madera lustrada.
Cada tanto, me
asomaba a su cuarto a ver si aún respiraba. Me daba miedo que se muriera –sólo-
mientras comíamos. Yo no probé el churrasco. La carne me parecía errónea. No
estaba bien comer carne mientras alguien
se estaba por morir. Comer algo muerto, en el fondo, me parecía también, una
falta de respeto a la carne aún viva. Creo que comí espinacas con crema, que mi
mamá había hecho porque a mi hermano le gustaban y porque quedaban tan bien con
el bife a la plancha.
Después de cenar,
hubo más silencio. Los platos ya estaban lavados, el yerno volvió sin el niño, la
tía, la prima, y la esposa no hablaban, ni veían televisión. El respiraba con
dificultad, Los dos hijos y el yerno estaban al lado de la cama de madera
oscura, de una plaza. Sus manos grandes aún tenían pulso y calor. El aire pasaba por su garganta y volvía a irse, volvía
a entrar, tardaba en salir. El parecía
un prócer. Nosotros: mi hermano, mi esposo y yo, como en una escena ya escrita
no decíamos nada. La muerte al final es un misterio, o un milagro. Sólo está el
aire que entra y que sale, hasta que no vuelve a entrar. Ese soplo que nos
“anima”, y que inhalamos cuando lloramos apenas salidos del vientre materno
(algo a lo que se le dice espíritu, o alma) y que dejamos ir en el último
suspiro: exánimes, sin alma.
Ya se fue –dijo la
hija- Y salió a anoticiar a las mujeres. Las dos, como si estuviera ensayado,
al unísono se arrodillaron y se pusieron a rezar el Padrenuestro, o el Ave
María. El hijo las empujó, como si
estuvieran en el Monte Sinaí adorando ídolos.
-¿Qué hacen de
rodillas? ¡Nada de rezos acá!
La madre se puso a
llorar. Abrimos la ventana.
-Para que se vaya el
alma. –dijo la tía, aportando la proporción mística.
Eran las once de la noche. Dicen que los
moribundos esperan a que sus familiares no estén para morirse, porque necesitan
privacidad para hacerlo. Un poco como las parturientas. Tal vez por eso mi papá
tardó todo el día. Tal vez él sintió ese último olor a churrasco hecho en la
plancha de los bifes. Nunca más hice bifes en esas planchas pesadas, con
ranuras, que se usaban tanto antes. Verushka,
mi prima, se quedó en la sala sentada en el colchón donde dormía. Tenía 21
años, pero nada la sorprendía, como si ya lo hubiera visto todo. Estaba
viviendo en casa de los Roisman mientras buscaba un departamento de alquiler donde mudarse. Había venido de Rosh Pinah a vivir en Buenos Aires y dormía en un
colchón en el suelo de la sala. El dueño de la casa donde vivía enfermaba y se
moría, nada del otro mundo. Esas cosas pasan. Igual estaba triste.
Acostumbradas o
recordando otra escena parecida, mi mamá y su hermana salieron a “recorrer
cocherías” Quien ya lo haya hecho alguna vez, sabrá que la visita incluye pasar
a un show room, donde decenas de cajones son exhibidos de pie, mostrando su
interior, sus lustres, sus herrajes. Es
algo que asusta y quita la respiración. Y es algo de lo que se quiere huir dejando
todo cómo está. Pero no se puede. Cuando alguien se muere hay que hacer todo lo
que hay que hacer. El cuerpo –que ya no es una persona, sino apenas un
cuerpo- se transforma en algo de lo que
hay que deshacerse, y hay que hacerlo de la manera correcta para no ser un
sacrílego, o un loco.
Yo insistía con que
se podía resolver todo por teléfono, incluso por Internet. Llamamos a varias
empresas funerarias que salían en la Guía:
-¿Dónde está? (…) ¿En un
domicilio? (…) ¿Tienen certificado de
Defunsión? (…) ¿No?
“No podemos retirar el cuerpo” era el cierre de
todas las conversaciones
-Mañana nos van a
dar el certificado. ¿No pueden venir a buscarlo ahora?
-Al cuerpo no lo podemos retirar.
Llamar al Pami
estaba descartado porque como dijeron los médicos de emergencia, íbamos a ser
un caso de muerte dudosa. La única salida era esperar hasta el día
siguiente. Íbamos a tener que dormir –o
no dormir- todos en la habitación de mi mamá o en la sala. Cerramos la puerta
de la habitación donde “descansaba” él. La ventana seguía abierta y entraba el
viento helado de julio. La televisión volvió a encenderse y las noticias sobre
la gripe A ya ocupaban todos los programas y todos los canales.
Yo no me quedé a
pasar la noche. La excusa fue que tenía que cuidar a mis hijos. Desde el baño llamé
por teléfono celular a mi esposo para que me venga a buscar. Le digo que no suba, que lo espero
abajo. Salí corriendo del departamento, donde estaban mi hemano, mi prima, mi tía,
mi mamá. Y él. Que ya no estaba, aunque su cuerpo seguía ahí. Ya no estaba en
el piso, como debería estar. En el auto todo estaba tan vivo. El auto mismo
estaba vivo: la llave en el motor y
“Roxanne” sonando en la radio. Me acuerdo haber pensado que una escena como esa
debía haber sido la fundadora de la expresión “Me dejaron con el muerto”. En mi
casa todos estaban vivos. Alguien se había quedado con los niños. Mirta creo
que era. Me dijo que lo sentía mucho y que qué lástima que ya no íbamos a hacer
el locro para el cumpleaños del Doctor. Qué lástima que se murió antes de su
cumpleaños. Una vez leí un cuento donde
alguien decía que después de asistir a un entierro le gustaba hacer el amor
como manera de recordarse para qué lado estaba la vida. Pensé también que una
cosa era asistir a un funeral, y otra, estar en la víspera de la preparación de
un entierro. Otra muy distinta es haber dejado a tu papá muerto en su cama,
adentro de su departamento, sin un certificado de defunción, en una ciudad
donde nadie puede nacer o morir sin el debido documento.
En mi cama duerme
también alguno de los niños. Me abrazo a su cuerpo caliente. Tomo consciencia
del calor de los cuerpos cuando están vivos. No puedo dormir porque me preocupa no
conseguir el certificado y que no puedan llevárselo. No me puedo dormir porque
cierro los ojos y veo: Mi papá muerto, sólo, en la que fuera mi habitación
cuando era adolescente. Una cama con respaldo de madera oscura, contra la
pared. Arriba de él, un cuadro de la virgen niña que me regaló mi tía cuando
cumplí 9 años. También un palo de hockey, y una biblioteca con libros de texto,
libros de francés, manuales de anestesia, y los papeles de él, con su
computadora y un cenicero con olor a puchos. Las cortinas blancas de gasa, el
piso de parquet arruinado de tanto arrastrar la silla. Me da vergüenza molestar
a la amiga que nos va a dar el certificado. Me da miedo que a la noche converse
con su marido y su mamá, y juntos decidan que es mucho compromiso hacernos el
certificado. Por otro lado, ellos no saben qué fue lo que pasó. Podríamos
haberlo matado, como a María Marta Belsunce. Belsunce siempre me sonó a
Belcebú. Pobre. Por momentos siento que lo matamos nosotros. No lo llevamos al
hospital, no le pusimos respirador, ni dejamos que lo enchufaran a un equipo de
diálisis. Tal vez, mi vecina, mi amiga, la médica, en realidad, la hija de mi
vecina, mi amiga, la médica empieza a sospechar. Ella no tiene ninguna
obligación de hacerlo. No me puedo dormir porque me imagino que no logramos
conseguir el certificado y que tenemos que llamar a Pami iy explicar que se
murió a las 11 de la noche! pero que llamamos recién a las 9 de la mañana
porque no sabíamos qué hacer. Vamos a tener que mentir. ¿O será mejor decir la
verdad? Que no conseguimos el certificado que nos habían prometido para la
mañana, que por eso no llamamos antes. Y
si ellos dudan de nosotros -está probado que van a dudar- es muy irrespetuoso
para con mi papá: una causa penal, una investigación, su cuerpo en la morgue.
Nosotros acusados. ¿Acaso no es común que los familiares maten al padre cuando
está viejo? O que alguien lo mate. O que no se haga todo lo posible para que no
muera. No pensaba más allá. Me quedaba detenida en la escena de la policía
colocando cinta amarilla de “No pasar”. Me quedaba en la imagen del patrullero
en la puerta del edificio. Finalmente parece que me dormí. A las 6 mi esposo
salió a buscar el certificado. Lo trajo como un trofeo, realmente ese
certificado es muy valioso. Es el pasaporte de salida del cuerpo de ese
departamento. Es lo que nos va a permitir pasar a la segunda instancia: el
velatorio, el crematorio, el cementerio, todos los trámites. Pero mientras el
cuerpo siga ahí, todo se va a poniendo cada vez más lúgubre. Me siento culpable
por haber insistido con la “muerte domiciliaria”, a la vez que orgullosa de ser
la que consigue el certificado.
Los de la cochería
en el teléfono preguntan quién es la doctora que firmó el certificado. Nos dicen que ella no figura en el listado de
médicos registrados por el Cementerio de la ciudad de Buenos Aires. Es lógico,
la doctora es nutricionista, en general sus pacientes no se mueren, solamente
adelgazan, o al menos lo intentan con fruición.
-No sirve ese
certificado. No podemos retirar el cuerpo.
Son las nueve. El
sol de invierno entra por la ventana de la cocina. El lleva 10 horas muerto.
-El certificado
tiene que firmarlo un médico registrado en el Cementerio. Podríamos llamar a un
conocido.
Le va a costar costar 3400 pesos.
Parece que cuando
pasaron diez horas desde que la persona viva dio el último suspiro, el cuerpo
se pone rígido. Algo que uno ha visto en cientos de películas, en general
comedias negras. La rigidez del cuerpo es causa de hilaridad siempre. Bajar a
una persona muerta de un séptimo piso en ascensores pequeños que están hechos
para 3 personas –paradas- es sencillo si el cuerpo se puede acomodar en una
silla de ruedas que se empuja hasta el ascensor previamente detenido en el piso
y listo para partir sin despertar la sospecha de los vecinos.
No había modo de
sentar a mi papá en la silla de ruedas. Se había muerto en su cama, con la
cabeza reclinada sobre muchas almohadas. Le habían cerrado la boca con una
corbata o un pañuelo, pero seguía reclinado. No había modo de sentarlo. Al
querer sentarlo quedaba con los brazos estirados y apuntando hacia las
diagonales opuestas, lo mismo que las piernas. Parece que lo ataron a una silla de las de la
cocina y la levantaron.
-Lo llevaron atado a
una silla, como a un tigre, como se llevan los animales muertos. -me dice mi
hermano.
-¿Un tigre? ¿Cuándo
viste un tigre muerto?
-En un documental.
Siempre muestran.
Yo no podía
representarme la imagen.
-¿Cómo a una media
res? -¡Qué terrible! ¿Cabeza abajo...?
-Nooo. Como acostado, pero colgando, al estar atado
a la silla. Como si fuera una camillla.
Me imaginé que era
como un koala.
-Esa fue la única
vez que la vi llorar mucho a mamá. Cuando pasó por delante de la cocina atado a
la silla, con los tipos que lo llevaban… Claro, porque hubo que pasarlo por
todo el pasillo, entrar a la cocina y salir por la puerta que da al palier. Por
la puerta del living no pasaba. Ahí yo la abracé a mamá.
-¿Vos bajaste con él en el ascensor?
-No. Si. En realidad primero me dejaron sólo con él. Él adentro y yo,
que lo sostenía, desde afuera del ascensor para que no se cayera. Hacían falta
unas cuerdas, que los tipos bajaron a buscar. Le asomaba una pierna… Ahí justo vi que salía
un vecino y me apreté en el ascensor con él.
-¿Y qué le dijiste al vecino?
- Por suerte sólo había salido a sacar la basura. No se enteró de
nada.
Le pedí muchas veces a mi hermano que me contara esta escena. Yo
quería entenderla, para después narrarla bien. Pensaba que era el climax de
esta historia, aunque después me di cuenta que sólo era la parte cómica. El
clímax, como casi siempre, era la escena de la muerte.
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En la oficina de la sala velatoria, antes de inaugurar el evento, preguntan
cuál era el credo del deudo.
-Nada –se apura a
contestar mamá.
-Bueno, nada no
–digo yo- él era judío.
- ¿Colocamos la
Estrella de David y velamos a cajón cerrado?
- ¡No, la estrella
no!
-¿Colocamos el
crucifijo?
-Y bueno, -dice mi
madre, disimulando el entusiasmo.
-No -digo yo,
enojada con ella- ¡Cruz tampoco!
Las noticias
deparaban catástrofe sanitaria. La epidemia de gripe inventada, ya tenía sus
muertos inventados y mucha gente en los hospitales. En el velorio, las personas
dudaban si saludarnos con un abrazo y un beso. En los baños del salón había
alcohol en gel. Igual en la bandejita con el termo de café y los vasitos de
plástico con el logo de la Cochería.
Puse un aviso en el
diario. Quería poner en Clarín, pero no me atendían por teléfono. Puse el aviso
en La Nación. No lo tengo guardado y tampoco sé qué día lo puse ni qué decía.
Supongo que algo mencionando a sus familiares y a sus nietos. El único
comprobante es un gasto en la tarjeta de crédito a nombre de "La Nación
Fúnebres".
A la tarde vamos al
cementerio de la Chacarita y lo dejamos ahí. Vamos muchas personas, familiares,
amigos. Sólo lo dejamos ahí, sin una palabra de homenaje o de consuelo. El
servicio que ofrece el cementerio por defecto son unas palabras en la capilla
ardiente, dichas por el sacerdote de turno. Pasamos de eso y vamos directo al
Crematorio. Se llevan el cajón en una cinta transportadora, detrás de un portón,
con un ruido infernal: el horno tan temido.
Tres días más tarde
volvemos al mismo lugar (“la escena del crímen” se me viene a la cabeza) A las
cenizas las entregan en una bolsa. Las vamos a buscar con mi hermano y Marichu,
una amiga que se ofrece a acompañarnos. En la casa de Marichu, fumamos
marihuana antes de ir. No encontramos el crematorio. Finalmente vemos la
chimenea. Los nervios, el miedo y el efecto del porro nos hacían reír. El
espanto supongo. Me sentí como si tuviera 18 años, como cuando salíamos de gira
con mi hermano portando raquetas de tenis, zapatillas deportivas y plata para
alquilar una cancha que gastábamos en comprar cocaína. La entrega de cenizas en
el Cementerio es ante todo un trámite en
una dependencia del erario público. Vas por un mostrador donde un operario de
overol azul se asoma como desde el averno, aunque con una cara bastante fresca
para el trabajo desempeñado, que en definitiva no es más que trabajar operando
cualquier maquinaria diseñada para quemar cosas en gran cantidad. Quemar
cuerpos amontonados es más bien hereje, profano y existe una preocupación común
a todo el mundo. ¿Cómo certifican que las cenizas que te dan en una bolsa son los
restos del cuerpo de tu muerto y no las de cualquier otro? Las cenizas, a menos
que acudas a buscarlas ya provisto de una urna, te las dan en una bolsa de
nylon semitransparente, tipo bolsa de residuos gruesa, envuelta a su vez en
papel de diario. Es una bolsa pesada. Te dan también la chapita del cajón, con
el nombre de la persona y la fecha en que nació y murió. Ahora que me acuerdo
bien, nosotros sabíamos que había que llevar una cajita o una urna, alguien,
tal vez el mismo personal del cementerio nos lo había advertido. Pero no teníamos
urna. Mi hermano dijo que él iba a hacer una cajita de ciprés (nunca la hizo).
Nosotros llevamos una caja de zapatos, donde metimos la bolsa con las cenizas.
Después volvimos a la casa de Marichu y otra vez fumamos en el balcón. Había
mucho sol, esos días de invierno sin una sola nube. No fui a trabajar. Mi
hermano se llevó las cenizas en el baúl de su auto, hizo un chiste al respecto.
Cuando aún perdura la imagen del padre
como una persona que se para sobre sus pies, asociar un paquete de cenizas a su
nombre no es algo que ocurre naturalmente. No se puede decir “estos son los
restos de mi padre” frente a algo que cabe en una caja de zapatos. El polvo
vuelve al polvo, es algo en lo que todos pensamos, como un mantra que se canta
automáticamente y en silencio.
Las cenizas, a las
que se reduce un cuerpo cuando es quemado, son ante todo, abyectas. La caja de
zapatos (era de color rosa) necesitaba
ser guardada en algún lugar hasta que decidiéramos qué hacer con ella, o mejor
dicho, con su contenido. Las cenizas piden ser esparcidas, enterradas,
olvidadas. El primer destino de la caja de zapatos fue debajo de un sillón en
el departamento. Mi mamá las escondió
ahí, en el espacio más neutral de la casa. Mi esposo estaba preocupado con
nuestra indiferencia para con algún ritual. Me dijo que lo que estábamos
haciendo estaba mal, que era peligroso, que era poco adulto, que era una falta
de respeto. ¿Cómo íbamos a tener a mi padre en una caja de zapatos? ¿Qué
destino íbamos a darle a las cenizas? ¿Cuándo lo íbamos a resolver? Era
importante que hiciéramos el ritual, etc. Cada vez que llegaba del trabajo me
preguntaba si ya habíamos resuelto que hacer con las cenizas, o si al menos ya
habíamos encontrado una urna para colocarlas. No me rompas más las pelotas, le
dije un día.
-Yo llevé las
cenizas de mi papá a Mar del Plata al día siguiente de que me las entregaran.
-Yo tengo que
decidir todo con mi hermano, toma más tiempo.
- No pueden seguir
dejando para después. ¿Cómo puede ser que no te importe seguir teniendo esa
caja de zapatos abajo de un sillón? ¡Comprá la urna de una vez!
No me rompas más las
pelotas. Ahí fue que se lo dije. No pensaba ir, por nada del mundo, a una tienda de objetos fúnebres a comprar la
urna. No iba a ir. Mi hermano dijo que iba a hacer una cajita de ciprés. Unos
días después, mi esposo compró una urna y la llevé al departamento. Creo que mi mamá
dijo –¿para qué gastaste, si las vamos a
enterrar? Traspasé el contenido de la bolsa a la cajita acuclillada al lado del
sillón. El trasvase no fue tan sencillo, algo se cayó al piso, supongo que lo
barrimos. Y ahí volvió la cajita-urna a ocupar su sitio atrás del sillón.
Un par de semanas
más tarde nos reunimos en una casa de las afueras de la ciudad que mis viejos
habían comprado cuando todavía eran jóvenes y tenían a sus padres vivos, y sus
hijos eran niños o jóvenes. Fuimos, comimos algo a la parrilla, y mi hermano y
yo corrimos a un vivero (era domingo y el vivero cerraba a las 6 de la tarde) a
comprar un árbol para enterrar debajo las cenizas de mi papá. Llegamos con lo
justo al negocio. Compramos dos árboles, un palo borracho y un peral. Mi
hermano llegó y se puso a hacer el pozo. Se hizo de noche, parecíamos dos
delincuentes cavando una tumba. Los niños estaban adentro mirando televisión y
cuando preguntaron qué hacía el tío, les dijimos que ponía una planta. No era
un entierro, donde alguien dice algo y hay sol, o llueve, y la familia
participa con paraguas. Sin duda hay un
motivo para que los entierros sean de mañana y no de noche. Mi hermano cavaba
con fuerza, no había luz y no se veía el suelo, ni el tamaño del pozo. Hacía
frío y a mi hermano se le cuartearon las manos. Creo que a la urna la quemamos
en la parrilla. Tiramos la chapita con
su nombre al fondo del pozo. La Osa, la perra ovejero alemán de la casa,
pegó un grito ahogado. La mujer de mi hemano dijo que era él que la estaba
pellizcando igual que le hacía siempre, porque quería mucho a la perra, pero era
muy bruto con los animales. Lo dijo como un homenaje. Fueron las únicas
palabras que se dijeron. Era el 19 de julio de 2009, una noche helada en el
Conurbano bonaerense. El palo borracho quedó muy bien. Hoy se yergue sobre los
demás árboles y aún está en crecimiento, todavía no lo vimos florecido ¿O sí?
Supongo que habrá un día en que el árbol sea muy grande y muy hermoso. A menos
que una constructora compre la propiedad y lo derriben. ¿Quedará entonces, en
la materia inorgánica del cemento, la arquitectura, al menos, de los átomos de
alguna partícula de ceniza, de unos huesos, que podrían ser –o no- los de mi
padre?
Como les dije, esta
no es una verdadera historia “de ficción”, sino más bien un relato en orden de cosas
que le pasan a todo el mundo salvando algunos detalles excéntricos, como la salida del cuerpo, la
caja de zapatos y el entierro de noche. De resto, todo es natural, todo es
esperable. A veces me da culpa pensar que sufrió en sus últimas horas por no
haber estado conectado a un tubo de oxígeno. Escucho su voz, enojada, de
médico, que dice: ¡Como no me pusieron oxígeno! ¡Morirse sin aire es horrible! ¡Eso
no se hace! Claro que me siento culpable a veces. ¿A qué vivo no le pasa? Me siento responsable de que mi papá haya
pasado mal sus últimos ratos de este lado de la vida: sin aire. Debería haber
contratado un tubo de oxígeno, deberíamos haber hecho algo más. No solamente
esperar a que se muera como si estuviéramos en la selva, o en el campo. El momento
de la muerte fue bello, sólo estaba encendido el velador de la mesa de noche,
todos estábamos en paz. Nos sentíamos de alguna manera héroes de algo.
Me había imaginado
que éste iba a ser un relato en tercera persona con un narrador que un poco se burlara
de la hija que cree en la muerte domiciliaria, como si fuera algo en lo que se
puede creer. Una neurótica que se queja
de todo, -¡incluso de los médicos!- y que no tolera la realidad, asumiendo que
la realidad es lo que hace todo el mundo. También había pensado en un narrador
amoroso, que le tuviera cariño al personaje y lo presentara con toda la
grandeza que tiene la contradicción. Alguien con una “causa”, pero que mientras
tanto, sufre. Aunque también le cuadraba
una descripción de personaje a través de actos o preferencias. Una mujer que cree en cosas varias, que tiene
dogmas, que podría ser de izquierdas, ambientalista, con una idea para cada
cosa, que cría a sus hijos descalzos y los amamanta hasta los 3 años, y que como
corresponde, descree de la medicina. A estas personas se las puede llamar
hippies, progres, psicovolches, new age, o idiotas a secas. En ese tipo de
relato podría constar que para la hija era más importante el hecho de que su
padre se hubiera muerto en la casa, que el hecho de que se hubiera muerto. Pero
no sería verdad. El tiempo, como una
lavandina que empareja las escenas, transforma la muerte del padre en solamente
la muerte del padre. No importa si la muerte ocurrió en un hospital, en un departamento
o un tren.
La euforia que
sobreviene a los vivos cuando alguien acaba de morir ( y que no se si es la
consciencia de seguir en carrera, el espanto que provoca vislumbrar el vacío
que nos espera, o el alivio de ya dejar de esperar algo inevitable)
probablemente haya sido lo que confundimos con la sensación de triunfo por no
haber dejado que se lo llevaran a morir a otra parte cuando estaba vivo. Claro que entonces no sabíamos que más tarde
íbamos a tener que suplicar que se lo llevaran ya muerto a descansar a otro lado. Porque lo muerto no puede, ni
debe, estar cerca de lo vivo.
Ivana Steinberg
Ivana Steinberg
lo encontré sin querer, vichando las lecturas de @Skaspin. da la impresión de que si el relato siguiera no quedaría un xy. bueno, evidentemente. pero la epidemia, el o los "era la primera vez que participaba de una conversación sobre la muerte de alguien", la omnipresencia de las mujeres, antes y después, en cumplimento de un mandato o una tarea: sobrevivir.
ResponderEliminarque permite una lectura algo corrida, quiero decir.
está fulero.
(capaz que lo leí así, forzándolo hacia lo raro, por precaución.)
qué bien escribís, ivana. además sos muy prolija.
saludos y gracias