-¡¡¡Que sea la última vez!!!
El viejo Ruckalsky.
Se volvía loco cuando jugábamos en la puerta de su casa.
Solitario y pendenciero disfrutaba del terror que provocaba en todos los pibes del barrio. O así lo imaginábamos.
Tenía ojos azules. Recuerdo cómo nos observaba con una intención de frialdad que iba desde sus pupilas hasta las grietas de su cara. En ese momento yo no lo sabía, pero los gestos son el jeroglífico de un pasado.
De casualidad, cuando ya vivía en otra ciudad y mi General Roca natal era sólo una memoria emotiva, encontré en un cuaderno que pretendía convertirse en la historia de una familia rural, el relato de las desventuras de dos chicos rusos devenidos argentinos por los avatares de la guerra.
A los once años -cuando apenas había comenzado a cambiar el alfabeto ruso por los modismos del español- Salomón Ruckalsky descubrió que una mujer puede ahogar a su hijo conteniendo el semblante en reposo absoluto.
Ese crimen hogareño mató también a dos hermanos, uno de ellos reciclado más tarde en los ojos del “hombre de la bolsa” que acechó las siestas de mi infancia.
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