Primero hay que
asomarse. Es posible que la cabeza pierda el eje y la vista se desdibuje. Se tiene que sentir
también. El secreto está en la panza, más exactamente en el bajo vientre, casi
en contacto con el pubis. Hasta ahí
cuesta, pero se sigue. Ahora, si temblequean las piernas, hay que buscar un
plan B.
Me acuerdo de esa vez en
la Cooperación. Yo iba muchas veces a las salas que están en la planta baja o
en el primer piso pero ese día tenía que visitar la muestra de un tipo que
exponía en el tercer subsuelo. Me mandaron y fui tranquila, sí. Porque no sabía a qué clase de escalera me exponía.
De las peores.
Es que ni bien uno
se asoma registra un plano inclinado que
no termina nunca. Los escalones tienen un espesor mínimo y una superficie justa, como para que se apoye el pie pero nada más. Hasta podría decirse que parece una rampa empinada.
Entonces el mareo en la cabeza, el bajo vientre que se comprime. Y las piernas.
Entonces el mareo en la cabeza, el bajo vientre que se comprime. Y las piernas.
“Disculpame - le dije a
una mujer- ¿no te pondrías adelante?”
Siempre es el mismo
mecanismo. Espero hasta que alguien se acerca y pregunto. Y en general la gente
se solidariza, me ayuda. Es que soy como una tullida pero que no causa
impresión. Tengo los dos brazos, las dos piernas, los ojos alineados. Sin
embargo a la mujer. A la mujer, no. No le emocionaba ayudarme. Se le notaba en
la mirada que estaba como en otra cosa. Igual se ubicó a 20 centímetros, la
medida exacta que necesito para cortar la perspectiva del abismo.
“Vos caminá, pero
despacito”, le dije, porque cada paso se me aparecía como un salto al vacío.
Era alta y rubia, de
estilo nórdico. Tendría unos 50 años y bajaba bien las escaleras. Habríamos
avanzado unos 15 escalones cuando se apresuró
más de lo que yo podía soportar.
Me descolocó el equilibro.
“Pará”, le dije. Le
grité.
Estaba a 15 escalones de
arriba y como a 70 del tercer subsuelo. En
ese momento nada me importaba del artista, ni de su obra ni de la nota que yo
tenía que cerrar para la tele. Sólo quería que el precipicio desapareciera, que
la baranda a la que estaba adosada me auxiliara, que la mujer se quedara. Sin
avisarle le entregué cartera, cuaderno, campera.
Y me senté.
Como me senté alguna vez
en la copa de un árbol del que no podía bajar. Me acuerdo que abracé el tronco
mientras todos miraban, y eran muchos. O yo me los acuerdo muchos. Ahí estaba
Pablo, el de todos esos años. Y Carla, que decía “¿querés que te consiga comida
para el almuerzo?”
Se parecían. La mujer de
la escalera y Carla tenían el mismo color de pelo.
“¿Qué quieres que haga
con tus cosas?”, preguntó mi acompañante de escalera. Me di cuenta de que era la primera vez que
hablaba. Y también advertí que era
extranjera. Me jugué por Suecia. O
Suiza. En realidad, creo que es un recuerdo posterior porque en ese
momento no estaba para apostar entre países.
“Voy a subir”, le dije y antes de que contestara empecé a deslizar mi cola hacia arriba. Trepé la
escalera, los quince escalones, sentada. Hacía presión con los pies, levantaba
los glúteos, me apoyaba y me preparaba para el próximo paso. Y otra vez. La
presión, los glúteos, el apoyo y la preparación.
Ni una palabra nos
dijimos. Yo subía. Ella miraba para otro lado. Después de llegar en ese
culopatín a la inversa me arrastré por el piso hasta sentirme verdaderamente
lejos del precipicio.
“Estoy bien, me quedo
unos minutitos acá”, le dije cuando me devolvió mis cosas y agregué, porque me
parecía que había que decirlo, “gracias”.
“¿Seguro que no?”. Dejó la
frase sin terminar y empezó a irse.
Como respuesta levanté la mano en forma
de saludo. Si no recuerdo mal, bajó los escalones saltando, como corriendo.
Creo que esa vez en el
árbol yo esperaba que Pablo me salvara. Que se trepara por las ramas, que me
abrazara, que me dijera que todo iba a estar bien. Y su mano. A veces hasta
pienso que si pudiera desarmar esa
escena en donde la mirada de todos y el espesor de Carla, entonces el vértigo. Quizás.
“¿Te caíste? ¿Querés que
te ayude?”, me dijo un tipo y tuve que torcer el cuello hacia arriba para
contestarle.
“Estoy bien. Es que me
mareé, pero ahora me levanto.” No iba a
contarle todo el cuento pero insistió. Y yo que no, que no era necesario, que
la escalera, que estaba bien. El hombre se dirigió a la puerta pero antes de
salir le cedió el paso a una mujer que iba cargada con libros y un par de
cajas. Me quedé observándola porque hacía equilibrio sobre unos tacos tipo
aguja que no pegaban con las cajas y con los libros.
Caminó desde la entrada en
línea recta.
Tac, tac, tac, tac.
El taco, el del pie
izquierdo, parecía a punto de quebrarse. Pensé que sería cómico que alguien pasara
y viera a dos tipas desparramadas en el piso. Pero llegó con todas las cajas. Y
los libros. Cuatro metros habrá caminado.
Ahí se detuvo. Entonces pulsó el
botón.